miércoles, 16 de mayo de 2012

Una defensa de las humanidades


A propósito del libro de Martha Nussbaum, Sin fines de lucro (Buenos Aires, Katz, 2010).

¿Quién no adora al ídolo de la rentabilidad? En su nombre se reorientan las políticas de las naciones, se reordenan las relaciones laborales, se reforman los programas de estudio. Con la coartada de propiciar beneficios rápidos y cuantificables, de garantizar el crecimiento económico y la competitividad en el mercado global, se implementan una serie de medidas que, por el hecho de incidir directamente en el PIB, parecen justificarse. Qué importa que esas políticas no contribuyan a mejorar la calidad de vida, que sean depredadoras y contaminantes, que no promuevan el bien común a largo plazo; lo decisivo es rendir tributo al ídolo dorado, lo que cuenta es la caja registradora.

El discurso de la rentabilidad ha llevado, entre otras cosas, al desdén de las disciplinas humanísticas, a una tendencia cada vez más generalizada a despreciar su enseñanza por “inútiles”, reducidas a simples ornamentos en los que no vale la pena perder el tiempo ni mucho menos invertir. Lo mismo en las escuelas primarias que a nivel universitario, la filosofía, la literatura y las artes se encuentran en la picota por el presunto pecado de ser demasiado etéreas, por no tener los pies en la tierra ni producir beneficios —por “lujosas”, “ociosas”, “peligrosas”—, por no preparar a los estudiantes para el mundo real. Ya sea a través del célebre Proceso de Bolonia, con el que se busca normalizar la educación superior europea bajo parámetros que muchos consideran empresariales, ya sea a través de políticas locales que destinan menos recursos y propician la desaparición de enteros departamentos universitarios, la educación humanística está cada vez más amenazada, más relegada y pauperizada. Tanto en Europa como en Estados Unidos, en Asia como en México, hay vastas áreas académicas en serio peligro de extinción.

Si en Nueva York, la universidad estatal SUNY (por sus siglas en inglés) anunció hace tiempo el cierre de los departamentos de Teatro, Estudios Clásicos, Franceses, Rusos e Italianos, en México, a través de la RIEMS (Reforma Integral de la Educación Media Superior), la Secretaría de Educación Pública parece haber dado un golpe mortal a la filosofía escolarizada. Con el eufemismo de convertirla en una disciplina “transversal” —que más valdría llamar fantasmal—, materias como ética, lógica, estética e introducción a la filosofía se esfumarán de las escuelas aún más de lo que ya estaban: un acta de defunción para lo que había quedado en el abandono, entregado a las telarañas, y en la práctica se consideraba, al igual que muchos adornos, un auténtico estorbo.

La pregunta inmediata que se desprende de este panorama es por qué la rentabilidad debería ser el principal rasero; por qué lo que antes se concebía como un medio ha sido elevado a fin supremo. El caso de la China contemporánea, cuyo poderío económico a estas alturas es incuestionable, bastaría para ponernos sobre aviso. La rentabilidad puede convivir muy bien con la limitación de las libertades individuales, con las prácticas comerciales abusivas, con los regímenes de corte totalitario. ¿Puede entonces perseguirse el beneficio a cualquier precio? ¿No se corre el riesgo de que la urgencia de rentabilidad y la ambición lleven a que perdamos en el camino una serie de valores esenciales? ¿No hay en el fondo del discurso hegemónico, con su énfasis ciego en el intercambio y la explotación (de recursos pero desde luego también de personas), con su tendencia siempre latente a convertir las relaciones humanas en relaciones de interés y utilización, una amenaza para los valores democráticos? ¿Las propias disciplinas humanísticas no tienen nada qué decir frente a esta inversión de valores que tanto las margina y degrada? ¿Qué hay más allá de la exigencia de producir ganancias que contrarreste, matice y ponga en perspectiva la ideología que la entroniza?

Martha Nussbaum, filósofa de la universidad de Chicago que lleva muchos años interesada en el declive de las humanidades, ha escrito una sustanciosa y bien documentada defensa que tiene como objetivo mostrar no sólo por qué la educación humanística es y ha sido importante a lo largo de la historia, sino en qué sentido se ha vuelto crucial para el fortalecimiento de las democracias contemporáneas, para apuntalar una serie de valores civiles a los difícilmente estaríamos dispuestos a renunciar. De la mano de textos y prácticas educativas como las de John Dewey en Estados Unidos y de Rabindranath Tagore en la India, la estrategia argumentativa de Nussbaum se despliega principalmente en dos frentes: por un lado, pondera el papel de las humanidades en el marco de la obsesión por el lucro; por otro, muestra las limitaciones de ese marco a fin de construir un sólido alegato a favor de esas disciplinas en un terreno distinto: el ético y el político.

El primer frente se diría que es más débil y circunscrito, puesto que cae dentro de la misma lógica utilitaria que ha llevado al desprestigio de las disciplinas humanísticas. Sin embargo, se trata de un frente necesario y a su manera estratégico, ya que muchas de las políticas educativas han terminado por regirse por criterios cuantitativos, relacionados de una u otra manera con el crecimiento económico. Desde la época de Margaret Thatcher, primero en Gran Bretaña y luego en otros países, la importancia de una disciplina académica se mide atendiendo a su contribución directa o indirecta a la economía nacional. Como si la educación no pudiera concebirse más que como parte de un modelo de mercado y sus beneficios hubieran de equipararse con el de los avances tecnológicos, los proyectos de investigación se evalúan en términos de “impacto”, “usuarios externos” y “repercusiones materiales”, mientras que a los estudiantes se les inculca dirigir sus aspiraciones a la obtención de empleos bien remunerados. Según Nussbaum, las humanidades son importantes incluso dentro de este esquema pragmático puesto que el pensamiento crítico y la capacidad de imaginación se han vuelto pilares de la cultura empresarial. En sentido contrario a la formación de trabajadores obedientes y bien capacitados (ejércitos de maquiladores entendidos como engranes de la mecanización productiva), la rentabilidad de las empresas más exitosas está relacionada cada vez más con la innovación y el juego, la creatividad y el debate, capacidades que suelen fomentarse precisamente con la educación humanística. En sentido inverso sucede algo parecido: aquellas empresas que excluyen de su planta trabajadora ese perfil de apertura creativa, flexibilidad y recursos críticos, entran en un rápido estancamiento. De modo que si las universidades están empeñadas en apegarse a un modelo empresarial, parecería que lo están haciendo del modo más obtuso y tradicionalista, atendiendo únicamente a la fórmula del costo/beneficio, sin enterarse de que las empresas innovadoras y de mayor crecimiento siguen un camino muy diferente.

El segundo frente de su argumentación es más general, y consiste en señalar los efectos indeseables que arrojan las políticas de la rentabilidad cuando se extrapolan y empiezan a regir en los centros educativos, con especial énfasis en las repercusiones que estas políticas generalizadas tienen en la convivencia democrática. Glosado en pocas palabras, su punto es el siguiente: llevados por una avidez unidimensional, los estados nacionales y sus respectivos sistemas de educación están dejando de lado la formación de ciudadanos críticos, autónomos y cabales, con la capacidad de cuestionar a los gobiernos que los representan y de participar activamente en la toma de decisiones. Cuando la sed de ganancia no se complementa con el ejercicio del pensamiento crítico, termina por hacer que la democracia penda de un hilo, o al menos la convierte en un elaborado y —lo sabemos en México— costoso juego de simulaciones. Sin el desarrollo de las facultades del pensamiento y la imaginación, los individuos se convierten en meras “máquinas utilitarias”, aptas para la producción y el consumo, pero cuya participación política se reduce, cuando mucho, al llenado de una papeleta electoral.

Como ya antes había argumentado en su libro El cultivo de la humanidad, la educación humanística contribuye, mediante la “imaginación narrativa” y el “autoexamen socrático”, al fomento de la empatía, a desarrollar la capacidad de ver a las personas como un fin en sí mismo y no como un medio. Esta capacidad de ponerse en el lugar del otro, de entender sus sentimientos, deseos y expectativas, no sólo modifica la experiencia cotidiana y conduce en el mejor de los casos a que prevalezca el respeto y la búsqueda de diálogo, sino que también, en una época en que los problemas que afrontamos tienen alcance mundial, en que los desafíos ambientales, económicos, políticos y religiosos presentan un marcado cariz planetario, propicia la formación de “ciudadanos del mundo”, de personas con conciencia cosmopolita, en cuyo horizonte prevalezcan la razón y la compasión. Tal vez esa educación humanística no sirva para ganar dinero —concluye la Nussbaum—, pero sí sirve para generar otro tipo de riqueza: riqueza cultural, riqueza crítica, riqueza emocional y lógica, que entre otras cosas permite compensar las falacias, el egocentrismo, la angostura de espíritu y las prácticas depredadoras y abusivas en que suelen incurrir quienes se orientan fundamentalmente a la obtención de beneficios económicos.

A pesar de que aquí y allá, en discursos y estatutos, con fácil insistencia de ritornelo se encomian y difunden las bondades de los valores democráticos, al mismo tiempo parece pasarse por alto que ninguna democracia puede fortalecerse y ser estable si no cuenta con el apoyo de ciudadanos educados para ese fin, con una masa creciente de ciudadanos críticos, participativos, en estado de alerta. Cuando falta esta discrepancia y capacidad de juicio —cuando falta propiamente la ciudadanía—, la democracia no pasa de ser una chapuza, una astracanada monumental y prestigiosa, detrás de cuya fachada de legalidad y participación los individuos no son sino puntos porcentuales manipulables por el circo mediático.

Planteamientos como el de Martha Nussbaum, que en el fondo no hacen más que traer a cuento la vieja aspiración de convertir la escuela filosófica —la Academia— en una paideia, en ese ensanchamiento del alma que nos conduzca a reconocer a todos los seres humanos como nuestros parientes —el entrenamiento hacia una “humanidad política” en la que el hombre se reconozca al fin como kosmopolités, como ciudadano del cosmos—, planteamientos de este tipo, decía, es común que se desestimen arguyendo que es bastante dudoso que las humanidades generen mejores ciudadanos, seres humanos más integrales y participativos. Incluso es frecuente que se llegue al extremo de citar el caso de la Alemania nazi como una muestra de sociedad educada en los más altos parámetros artísticos, literarios y humanísticos que, sin embargo, no por ello se convirtió en un paladín de la empatía hacia el prójimo ni en un campeón de los valores democráticos.

En su libro, Nussbaum no se distrae con el examen de estas objeciones. Afrontarlas equivaldría, en última instancia, a remontarse a la época optimista, griega, de la filosofía, en que el concepto mismo de escuela, de educación, comportaba la transformación de los niños de ciudad en cosmopolitas adultos, y en que la verdad no se alcanzaba por éxtasis o revelación, sino a través de la investigación, las pruebas, los argumentos. Responder a esas críticas supondría —como en otro contexto ha hecho el filósofo alemán Peter Sloterdijk—desandar el camino hasta hacer ver en qué sentido la paideia siempre fue entendida como una educación hacia lo más alto, hacia la amplitud de miras, hacia la creación de una ciudadanía “de mente elevada”: en suma, como una introducción a la sensatez adulta que, muchas veces se nos olvida, es lo que significa la palabra humanitas. Martha Nussbaum no se ocupa directamente de nada de esto, pero lo implica y lo sugiere al defender que los valores democráticos están en riesgo con la actual crisis educativa mundial y, en particular, con el abandono de las humanidades que esta crisis ha consentido. Y uno de los riesgos principales —vale la pena insistir en ello— es que en el marco de la urgencia por la rentabilidad, en un ambiente impregnado de codicia, con los ojos fijos en los indicadores macroeconómicos, las relaciones humanas terminen reducidas a meros vínculos de manipulación, explotación y utilización.

En un país como México (donde por cierto ha amasado su fortuna el hombre más rico del mundo), podría pensarse que se trata de minucias, que hay problemas y desigualdades más acuciantes, cataratas de asignaturas pendientes que hay que aprobar antes de que dejemos que nos quiten el sueño las viejas materias optativas… Sin embargo, las señales de alarma que arroja la miseria educativa están desperdigadas por todos lados, y la falta de una columna vertebral humanística se hace evidente de manera lastimosa y trágica. No es sólo que la estrechez de miras de los gobernantes haya llevado a la ruina generalizada del sistema escolarizado, ni que la propia dirigente del Sindicato de Maestros (SNTE), Elba Esther Gordillo, sea una auténtica maestra en anteponer la manipulación y utilización de las personas por encima de cualquier ideal formativo. Esas señales de alarma están también implícitas en los brutales enfrentamientos entre los cárteles de la droga, en los valores que subyacen a la delincuencia organizada, en esos fines utilitarios, despiadados e insensibles que, toda proporción guardada, emulan en clave salvaje a los que se propalan día y noche desde las cúpulas tecnócratas, siempre tan amigas de sobarle la panza al ídolo de la rentabilidad. Entender al otro fundamentalmente como un instrumento para obtener ganancias o, en su defecto, como un obstáculo que se interpone en el camino, no es sino el reflejo de la incapacidad de ver a las personas como seres humanos y no como objetos. Los feminicidios en Ciudad Juárez, los inmigrantes secuestrados en su paso hacia los Estados Unidos, los descabezados y miles de muertos y desaparecidos de la guerra contra el narco, difícilmente pueden entenderse sin apelar a una profunda incapacidad de comprensión e interés humano que ya más bien se está convirtiendo en epidemia nacional.


Hace no mucho, los dirigentes del SNTE, repentinamente consternados por la “falta de valores” que priva entre sus filas, decidieron invitar al Dalai Lama para que sirva de ejemplo y bañe de espiritualidad a sus agremiados. Como era de esperarse, nunca les pasó por la cabeza la idea de invitar a alguien como Martha Nussbaum a fin de que los asesore, oriente y también confronte. Y mientras esperaban ser bendecidos por la súbita revelación de una dimensión espiritual en sus vidas, los mismos que dicen estar al frente de la educación del país y en cambio han perpetrado su hundimiento, imponiendo un proceder corrupto y faccioso al interior del gremio magisterial, se apresuran a tomar medidas que, con el pretexto de “vivir mejor”, ponen todavía más contra la pared a la ya muy vilipendiada formación humanística. 

3 comentarios:

Filosofia. Jefafura de materias COBAEP dijo...

¡Qué gusto leer tu artículo, Luigi! Justamente estaba por escribir una nota en mi blog sobre el premio a Martha Nossbaum cuando me topé con tu entrada de hoy. Aprecié mucho la claridad en la argumentación y tu muy entretenida prosa.
Coincido especialmente en tu comentario sobre los aparatosos escenarios de nota roja que vivimos y la falta de un desarrollo moral integral en nuestra cultura.
Te invito a seguir y comentar las entradas de nuestro blog: http://filosofiacobaep.blogspot.mx/

JHT dijo...

Bien. Pero la rentabilidad y la lógica económica no es la única amenaza. No pocas veces lo han sido también las ciencias "exactas", enemigas de la incertidumbre y lo no mensurable por escalas precisas.

Kultainen Mustaevakämpela dijo...

Completamente de acuerdo. Las humanidades no son parte de un mundo ideal, aparte o caduco; son las que develan lo mejor de nuestra especie, la que da propósito social a las ciencias exactas (punto en el que discrepo con JHT, quien escribe más arriba, pues las ciencias duras, de ninguna manera, son opuestas a las humanidades ni son "enemigas" de los no mensurable). Sobre el asunto de la rentabilidad, especialmente en México, creo que hasta para saber chingar al prójimo para enriquecerse uno mismo se necesita un tantito de visión: el capitalista CEO invierte, el capitalista miserable cuenta chiles (eso sí, también está el sempiterno problema de la mercancía... cuando uno se asume como tal, la cosa ya se fue al demonio).
En fin, muchas gracias y felicidades por el ensayo.