domingo, 28 de agosto de 2011

Ulises Carrión: la elegancia y la dinamita

Ulises Carrión se percató de que la poesía tradicional estaba haciendo agua. Fue uno de los pocos autores mexicanos que sintieron una profunda desconfianza ante las posibilidades de la palabra, y quizás el único que, desde la escritura, dio el salto mortal hacia las artes visuales y sonoras, para acometer desde allí una crítica audaz y original de la literatura, a través de los así llamados “libros de artista”, y en particular de antitextos y poemas-estructurales en los que ya no queda más que el esqueleto, las ruinas todavía ordenadas de las palabras.

Después de haber sido una “joven promesa de la literatura”, esa condición de doble filo de la que muy pocos consiguen salir bien parados, y tras haber publicado libros convencionales o más bien ortodoxos en su formato y medios de distribución (como La muerte de Miss O y De Alemania), Ulises Carrión se desmarca olímpicamente de la escritura. No sólo lo desaniman las prácticas y vicios del mundillo, indigestas como suelen; no sólo descree de las tendencias y búsquedas estéticas en boga, ni del circuito de publicación y formas institucionalizadas de acercamiento al lector; desconfía de la literatura misma. Ese viraje contundente sucede a principios de los años setenta, aunque quizá ya se estaba gestando un poco antes, cuando en 1964 renuncia a su beca en el Centro Mexicano de Escritores. Más o menos hacia 1971, entusiasmado por la estela de movimientos como la Internacional Letrista y Fluxus, e intoxicado por los aires vivificantes que soplaban desde Brasil y su poesía concreta, Carrión comienza a crear sus propios libros, a mano o en mimeógrafo, de distribución personal o por correo, que por su factura e intención, por su excentricidad y espíritu de riesgo, constituyen una obra de arte por sí misma.

Aunque siempre prefirió la designación de “obras-libro” o “bookworks” a la de “libros de artista”, lo importante es el gesto que comportan: hacer las cosas uno mismo (como querían los punks); llevar el libro hacia lo autogestivo, hacia las lindes del mercado, hacia esa intemperie de la vida cotidiana en la que fallan los sobreentendidos (como querían los situacionistas); la clave de hacer libros de este modo no estaba en su marginalidad, ni en el fetichismo de la pieza única, sino en lo que negaban, en el desengaño del que eran fruto, en su potencial de amenaza.


Invitación a mandar libros de artista
para la inauguración de Other Books and So


Más tarde, ya en Ámsterdam, Ulises Carrión fundaría la mítica galería Other Books and So, dedicada a los libros de artista, que funcionaría a su vez como un auténtico centro de operaciones para las artes emergentes de entonces —el video, el performance, el arte-postal, el arte sonoro— y como un valioso archivo de lo que empezaba a transitar a contracorriente en todo el mundo. Para Carrión, como ha escrito Jaime Moreno Villarreal, el libro de artista constituía “el expediente del fin de la literatura”, el medio por el cual el libro finalmente se des-literaturaliza, se vacía de palabras. En sus manos, el libro de artista se presentaba como una suerte de pasadizo hacia horizontes artísticos menos estrechos, menos consabidos y delimitados; una forma de darle vuelta al libro —sin desnaturalizarlo—, para dotarlo de una nueva vida, ya no escrita, sino eminentemente visual. Carrión (1941-1989) consideraba que, ante la posibilidad de decir algo, la literatura es sólo una forma más, no necesariamente la mejor; que incluso un chiste, un movimiento del cuerpo o un bufido podían superarla con creces. El aura de respetabilidad que rodea a la literatura, y un cierto acartonamiento en su actitud y tono, serían indicios de su institucionalización como posibilidad, es decir, de su relativo fracaso como vía artística. ¡Al diablo con la respetabilidad! La poesía, por ejemplo, desde el momento en que se hizo consciente de la distancia que separa al lenguaje de la realidad, no podía seguir tan campante, tan enceguecida, como si esa fisura no tuviera las proporciones de un abismo. Carrión comenzó a ver con suspicacia a aquellos escritores que, aun conscientes de esa distancia, se contentaban con señalarla con las mismas palabras que no alcanzan, que saben que no pueden alcanzar. La poesía —pensaba él—, si fuera consecuente consigo misma, debía agudizar esa brecha, escarbar más en ella, desconfiar del lenguaje hasta el punto de correr el peligro de quedarse sin palabras y convertirse en otra cosa.

Los poemas-estructurales que Carrión “escribió” por aquellas fechas (dibujando con una máquina de escribir los esquemas en que se basan las formas consagradas de la tradición para así despojarlas de todo lirismo —y quién sabe si de todo significado—, en un álgebra sólo de ritmos, de golpes sobre el papel), son una prueba elocuente, corrosiva, de lo que se traía entre manos. En un breve pero significativo intercambio epistolar con Octavio Paz, éste terminó por entender lo que Carrión se proponía: en libros a la vez hermosos y demoledores, que aúnan la elegancia y la dinamita, escribir nada menos que un texto que fuera la destrucción de todos los textos; ir más lejos que Mallarmé en el sueño del libro total para, ya sin palabras, hacer saltar por los aires la literatura.


Taller Ditoria puso en circulación la primera versión manufacturada del libro
de Ulises Carrión, Poesías, escrito en 1972


Me pregunto qué sería de la poesía mexicana contemporánea si hubiera prestado suficiente atención a ese ejercicio de destrucción, a ese sutil atentado dinamitero. Por lo pronto, no se habría desenvuelto con esa autoconfianza más bien afásica y acrítica, con esa jactancia irreflexiva, tan propensa al manierismo, de quien no quiere ver que se encuentra avanzando sobre fallas tectónicas. El panorama sería también más diverso, menos predecible y unívoco, y ramificaciones como las del poema sonoro, el poema objeto o el poema visual tendrían en este país más vida, más brotes proliferantes. Queda el consuelo de que la desconfianza en los poderes de la palabra de Carrión—esa desconfianza que supo materializar en muchas de sus obras— despertó inquietudes artísticas más allá del texto, fuera de los márgenes del circuito literario del que ya en su momento se había bajado en pleno vuelo. Las esquirlas de esa explosión irreverente y visionaria pueden notarse no sólo en el desarrollo que seguiría el libro de artista (emancipado de las “palabras, palabras, palabras” hamletianas), sino en los esfuerzos actuales de hacer literatura por otros medios, y ya ni se diga en muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo que abarrotan galerías y museos. Hoy, a cuarenta años de distancia, apenas comenzamos a reconocer que Ulises Carrión fue un punto de quiebre, una fractura, la muesca para romper los moldes en busca de otra cosa.

martes, 23 de agosto de 2011

Taller de escritura ambulante (del paseo a la psicogeografía)

Un recorrido multidisciplinario por los puntos de encuentro entre la literatura y el callejo, en donde se pondrá en juego la vieja aspiración de abolir de las fronteras entre arte y vida.

El objetivo del taller es revisar una serie de textos emblemáticos (poesía, ensayo y narrativa) asociados con la deambulación, el flâneur y la deriva, y con ese pretexto —en ese contexto— estructurar un laboratorio de escritura y exploración urbana.


El programa se dividirá en cuatro apartados:

1) La deambulación inglesa (de Thomas de Quincey a J.G. Ballard, pasando por William Hazlitt, R. L. Stevenson y Arthur Machen).

2) El flâneur a la deriva (de Baudelaire a Guy Debord, pasando por Poe, Walter Benjamin y Louis Aragon).

3) La caminata como práctica estética (de Dadá a Robert Smithson, pasando por el surrealismo, los flux-tours y Felipe Ehrenberg).

4) Escribir caminando: el callejeo en Latinoamérica (de Salvador Novo a Néstor Perlongher, pasando por Julio Cortázar).


Los martes de 6 a 8pm
En el Programa de Escritura Creativa (PEC) de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

A partir del 6 de septiembre (12 sesiones)

Para mayores informes pica aquí.

jueves, 4 de agosto de 2011

El problema que todo hombre debe resolver por sí solo

Siempre me han atraído los libros escritos por artistas. Suelen ser sugestivos y concentrados, a veces iluminadores, otras desconcertantes, y aunque muchos alcancen cierta soltura, una insospechada libertad en la frase y en las asociaciones, suele haber en ellos tensión, vigilancia, búsqueda, esa fricción entre las palabras que genera electricidad en la página. Podrán estar plagados de defectos, pero poseen fuerza. A veces los prefiero a los aciertos de los escritores, demasiado seguros de su oficio, de los efectos que deben producir. Los artistas, en cambio, no acometen un texto con entera confianza; tantean, desplazan el punto de vista, se revuelven inquietos. Parece que quieren darlo todo, y así sus libros se cargan de esa dedicación y esa gracia —también de las limitaciones— de muchos grandes primeros libros.

Apenas si tenía idea de la existencia de Tacita Dean; vagamente la recordaba como parte de los Young British Artists, aunque no estaba seguro, y pese a que la portada no da lugar a dudas, confieso que en primera instancia me pregunté si el autor no sería más bien Teignmouth Electron. Lo hojeé un poco, y al percatarme de que era el número 11 de la colección Alias (de la que ya antes había leído los libros de Jimmie Durham, Robert Smithson y John Cage), decidí llevármelo. Eso es lo que consiguen los buenos proyectos editoriales: que uno quiera leer lo que proponen, aun cuando no se conozca al autor ni el título nos diga gran cosa; los otros libros de la serie preparan y en cierta manera avalan la apuesta, hacen que se vea bajo otra luz, como las cuentas de un collar sutil, como si formaran parte de una biblioteca secreta que se va descubriendo a cuenta gotas, hasta que uno de golpe está allí, de pie en la librería, tentado de leer un libro precisamente porque no conoce al autor y el título le resulta un enigma.

Aunque el pequeño volumen incluye fotografías de la artista, postales de época y unos cuantos dibujos, no se trata de un libro de arte en el sentido tradicional, mucho menos de un libro-objeto o un catálogo; es más bien el recuento de la implicación personal con una aventura extraña, desesperada, al borde de la locura, en la que un hombre que quería dar la vuelta al mundo en barco termina por desaparecer en el océano. La historia puede contarse en dos minutos y plantear dudas que persisten toda una vida: a fines de los años sesenta, un sujeto de nombre Donald Crowhurst, sin gran experiencia en el mar, decide competir en una carrera para convertirse en el primero en circunnavegar el mundo sin escalas. Su viaje y su embarcación, el Teignmouth Electron, que han sido patrocinados por un pequeño pueblo inglés en busca de publicidad, no tardan en transformarse en una cadena de calamidades, engaños y desvaríos que desembocan en tragedia. La carrera, que debía ser de velocidad y resistencia, se vuelve una aventura de la soledad, donde un hombre se juega la cordura en los desiertos del mar, donde al cabo sucumbe. Nadie entiende muy bien por qué un aficionado arriesgó tanto si estaba condenado a fracasar; es posible que en una época no globalizada y sin comunicaciones satelitales pretendiera hacer trampa y, orillado por las circunstancias, sintiera que no le quedaba otra salida que arrojarse al agua; pero hay muchos indicios de que desde el comienzo había en todo ello un juego retorcido con el sinsentido, y que, sin importar los escollos de la locura y la cercanía del suicidio, él estaba decidido a afrontar por sí mismo, como dejó escrito en su bitácora de a bordo, “el problema que todo hombre debe resolver por sí solo”.

Tacita Dean, intrigada por los detalles de esta historia, por lo que refleja de la fragilidad humana cuando se enfrenta a la inmensidad, realizó una investigación que más que describir y documentar los hechos puntualmente (hay cientos de artículos, documentales y libros que lo han intentado), tiene como cometido explorar el gesto, la desmesura de lanzarse al vacío; entender esa aventura imposible —lo que tiene de absurdo o de fanfarronada— no tanto desde el punto de vista analítico o histórico, sino por lo que comporta en cuanto ejemplo de poesía trágica.

Durante sus viajes al puerto en el que se construyó y luego zarpó el Teignmouth Electron, y también a la isla de Gran Caimán, destino final de la embarcación, Tacita Dean tiene presentes otros casos semejantes al de Crowhurst, casos en que la travesía no llega a buen puerto y un hombre, abandonado a sí mismo, ha de lidiar con la falta de referentes, con lo desconocido, pero sobre todo con el sentimiento de desolación y el quiebre de su propia mente. Casos como el de Antoine de Saint-Exupéry, que se perdió en el desierto tras un accidente aéreo (experiencia que daría origen a El principito), y que más tarde desaparecería en el aire mientras piloteaba un avión; o como el del artista conceptual Bas Jan Ader, que quiso cruzar el Atlántico solo, en un diminuto velero, como parte de una pieza dividida en tres —En busca de lo milagroso— y nunca se le vio más; ejemplos que la autora va desplegando delicadamente, como si hubiera algo allí que no se reduce al mero azar; como si en la reiteración de ese destino asombroso latiera una verdad sobre la condición humana. Son ejemplos en que un hombre no sabe cómo continuar, su peregrinaje lo ha alejado de todo —no otro era su propósito—, pero ahora se encuentra irremediablemente perdido, hace ya mucho tiempo que cruzó el punto de no retorno. (El libro se abre, por cierto, con “Odisea espacial”, aquella canción de David Bowie en la que el Mayor Tom, un astronauta en problemas, acaba flotando en el espacio sideral, viajando a lo largo de miles de kilómetros mientras él se siente inmóvil.)


El Teignmouth Electron en la isla del Gran Caimán, 1999.
Foto de Tacita Dean.

Más que la elucidación de un misterio, más que un argumento que quiere demostrar esto o aquello, Tacita Dean se planteó rondar ese misterio, hurgar en su estela todavía viva, prestar oídos a sus reverberaciones. Este es un libro que, a diferencia de lo que haría pensar su halo un tanto detectivesco, avanza por contigüidad, a través de resonancias y ecos, como si lo que le importara fuera seguir una pista paralela, un rastro de analogías. Gracias al mosaico, al contraste y la afinidad con otras aventuras de desaparición, lo que al principio parecía un despropósito, tal vez un elaborado suicidio, se va revelando como una constante humana, un apetito de libertad y pureza, un ansia de no sé qué que conduce a travesías poco comunes en las que el sentido común se tirará por la borda. Sin saber si estarían incluidos o no en el libro, conforme iba leyendo pensé en Arthur Cravan, poeta y boxeador que se anticipó al dadaísmo y cuyo final fue tan extravagante como su vida: un día se embarcó desde algún puerto de México (probablemente de Salina Cruz) y nunca más se le volvió a ver; y desde luego en Palinuro, aquel piloto de la nave de Eneas que cae al mar poco antes de llegar a su destino vencido por el sueño (aun cuando nunca confió en el “gran monstruo líquido”), y que según Cyril Connolly simboliza la resistencia a llegar, esa suerte de repudio ante la idea del éxito.

Viajes que no llegan a nada —que quizá desde un principio no pretendían llegar; que surgieron tal vez sin la esperanza de concluir— y son la encarnación disparatada de un deseo. Proyectos que obsesionan y parecen no tener pies ni cabeza, pero que son muy difíciles de abandonar, pues está de por medio en ellos “el problema que todo hombre debe resolver por sí solo”. Aventuras sin sentido en las que ha escarbado una artista visual dotada para el arte de la sugerencia —una artista capaz de bordar muy fino en los límites de lo aparentemente fortuito—, situándolas una al lado de la otra con gran sentido estético. Cinco o seis escotillas que dialogan entre sí en voz muy baja, abiertas hacia el mar de la fragilidad humana y su desmesura.

Teignmouth Electron
Tacita Dean
Trad. J. I. Rodríguez
M. Alias, México, 2010.

Publicado originalmente en Letras Libres.