sábado, 15 de agosto de 2009

Hacia un coro de quejas de la ciudad de México


La decadencia de las formas de protesta casi nos ha convencido de la decadencia del inconformismo. Marchas simultáneas pero de diferente signo que compiten y se anulan entre sí; plantones kilométricos con consecuencias de doble filo; desplegados que los intelectuales firman y cuyo único efecto parece ser el alivio infinitesimal de sus conciencias; tribus de encuerados que bailan durante meses al mismo ritmo y se vuelven parte del paisaje y hasta un atractivo turístico… Todas esas protestas, que alguna vez alojaron cierta pólvora, ya no son más que estrategias desgastadas para dar voz al descontento, rutas paleolíticas para que todo quede igual sino es que peor: a nuestro malestar inicial se suma la frustración de constatar que el disenso ciudadano ha perdido todo sentido.

En las manifestaciones rutinarias que atascan como coágulos las arterias de la urbe, la mayoría de las consignas que se gritan —y ya nadie escucha— son más viejas que las injusticias que denuncian, lo cual habla de la falta de soluciones como un pilar fundamental del Estado mexicano, pero también del anquilosamiento de la oposición.

Pese a que unas cuantas brigadas audaces han procurado inyectarle aquí y allá un poco de creatividad a las protestas, en México la discrepancia se ha enmohecido y se diría que no avanza hacia ningún lado de tan parapléjica. Disidencia senil, diferendos que se repiten con idéntico sonsonete; aun la estética de la rebeldía callejera se ha dejado arrastrar por la inercia de los años sesenta, y muchas pancartas y esténciles de hoy parece que se pintaron con las mismas plantillas de hace cuarenta años. En contraste con otros países, como Argentina, donde a fuerza de cacerolazos y carnaval se logró derrocar a varios gobiernos en el lapso de pocas semanas, en la tierra mitificada de Zapata y el subcomandante Marcos la inconformidad no sólo se estila rancia y a destiempo, sino que rara vez produce dividendos. Gracias al ejercicio de la tolerancia entendida como un eufemismo oficial del ninguneo, pero sobre todo gracias al agotamiento y escasa variedad de las protestas, aquí el descontento es una continuación grisácea del color local. El statu quo consiente y asimila a sus detractores para que nada cambie, los deja hacer con la confianza de que serán víctimas de su propio cansancio. Y a tal punto ha llegado la obsolescencia de la inconformidad, que en uno de los virajes más asombrosos que se recuerden en la historia de la discrepancia las autoridades quisieron sumarse hace poco a una marcha multitudinaria a favor de la paz social, como si ellos no fueran los principales interpelados. ¿Estampa del cinismo o de la desesperación?: ciudadanos y gobierno tomados de la mano gritan su enojo al vacío.

Hace unos cuantos años surgió en Birmingham, y luego se extendió a otras ciudades de Europa como San Petersburgo y Helsinki, una forma de protesta que no estaría mal probar de este lado del Atlántico: el coro de quejas. La idea es elegante y al mismo tiempo subversiva, y puede provocar que al menos nos despabilemos un poco y le metamos más jiribilla cuando sintamos la necesidad de aullar.

Un grupo de inconformes se reúne para ponerle música a su malestar y, bajo el lema “la unión melódica hace la fuerza”, cantan a coro sus demandas. No se trata simplemente de una sublimación de la rabia a través del do de pecho, tampoco de una mera alharaca catártica; es más bien una forma imaginativa, armónica pero no menos atronadora de hacerse oír. En Colonia, Alemania, donde se ha formado el coro de quejas más grande del mundo, las críticas sociales y las fatigas de la vida cotidiana retumban con la potencia de la música de Wagner en los tímpanos de los mandatarios, gracias a que son invitados puntualmente a los conciertos. Y ya sea a través de composiciones originales que recogen los malestares más añejos, ya sea mediante la adaptación de óperas antiguas a las que se incorporan las desdichas más recientes, los ciudadanos no sólo externan sus quejas, sino que se aseguran de que su retintín persiga y saque de quicio, con la contundencia de los estribillos machacones, a las autoridades que ya no pueden cruzarse de brazos o reírse con tanta facilidad.

Aunque la idea no es del todo nueva (ya san Agustín, en las Confesiones, recomendaba los cánticos para evitar que “el pueblo abatido se seque de hartazgo”), sí ha logrado elevar la ira a las alturas del arte, y no veo por qué no podría atizar los rescoldos de indignación en el corazón de los mexicanos, por más que tengamos fama de apáticos y dejados. De perdida se lograría que los funcionarios que tienen en sus manos las riendas de la cultura —y entre los que suelen contarse amantes del bel canto— no se taponen las orejas con cera y por una vez escuchen las dificultades y miserias que enfrentan quienes difunden, crean o de algún modo tienen que ver con el arte y la cultura en este país. Sería una incongruencia que ni siquiera ellos se dignaran a recibir a una frondosa comitiva de Foscas, pagliacci y señoronas Butterflys, que han tenido la delicadeza de ventilar sus molestias a través de arias lacrimosas o trepidantes.

En lugar de mascullar a solas y sin consuelo, en lugar de una gigantesca disgregación de quejicas, y en fin, en lugar de los soporíferos pliegos petitorios y los mítines cansinos, estoy convencido de que al grito exaltado de “más motines, más motetes” la chispa del canto quejoso reencendería la mecha de la inconformidad entre nosotros. Y a reserva de que poco a poco músicos de calibre se interesen en esta noble y necesaria causa, y presten su talento para orquestar la catarata de maldiciones y querellas que, de prosperar esta iniciativa, sin duda se amontonarán sobre sus mesas de trabajo, a continuación presento tres probaditas de los arreglos para coro, orquesta y mucha irritación con los que desde ya se podría poner en marcha el Primer Gran Coro de Quejas y Protestas de la Ciudad de México.∗

Tarantela sin tanta pataleta (o una adaptación del clásico napolitano “Funiculí, funiculá”).
A partir de la tonada con que se saludó en el siglo XIX al funicular para ascender al Vesubio, tenores de toda ralea, sopranos improvisadas, castrati por propia decisión y hasta botargas y voceadores de periódico podrían irrumpir en los informes de gobierno para cantar lo que sigue (el arreglo es mucho más largo y salvaje, pero no hay espacio aquí para reproducirlo íntegro):

Bas-ta, bas-ta ¡basta basta ya!
Bas-ta, bas-ta ¡basta basta ya!
De co-rrupción, de za-fiedad,
malversación, ¡rapacidaaad!
¡Bas-ta-bas-ta ya
de corrupción, de zafiedad!

Coros del mundo, uníos (o el himno a la alegría en tiempos de crisis)
Con el perdón de Schiller, y más apegados a la letra anónima con que se identifica en español el coro de la novena de Beethoven, podríamos consagrar el tiempo muerto de las colas en los bancos a la cólera de la musa Euterpe y, en vez de mirarnos la nuca los unos a los otros, increpar sin piedad a los gerentes (que alguna responsabilidad deben de tener en que bajen nuestras pensiones pero sus instituciones reciban rescates millonarios) y entonces entonar lo siguiente:

Eees-cu-cha ban-co la can-ción de los jodi-i-idos,
eeel can-to acia-go del que es-pe-ra tu derru-u-umbe,
¡cae, banco, hún-de-te banco, no pagare-mos más tu error!
¡Quee los go-bier-nos nos res-ca-ten a noso-o-otros!

Que se vayan todos (o la rebelión de los goliardos)

Tomando prestada la música de Carmina Burana de Carl Orff, y sustituyendo los licenciosos cantos goliardos del siglo XII por octosílabos de denuncia, se podrían tomar las numerosas curules que siempre permanecen desocupadas en las distintas cámaras (en la bancada del PRI, los tenores y barítonos; en la del PAN, los metales y las cuerdas, etcétera) y tras un par de golpecitos de batuta clandestinos, arrancarse todos al unísono para exigir esto a los honorables:

¡Fue-ra to-dos! ¡Que re-nun-cien!
P-R-D, PRI, P-T, PAN.
¡Son i-neptos! ¡Son co-rruptos!
¡Buitres de la i-mpu-ni-daad!

Y tras el apoteósico final de percusiones, en el cual en vez de los tambores y platillos uno podría imaginarse el rostro del político en turno más odiado al ser atacado por el frenesí de las baquetas, la gente saldría aliviada, con esos pasitos flotantes de quien ha realizado una buena obra y se ha quitado un peso de encima. Y es que efectivamente, al menos por unos minutos, nos habríamos desembarazado de esa losa de impotencia y enojo que pesa sobre nuestros hombros y para la que casi nunca encontramos escape. Quién sabe si las cosas mejorarían, pero al menos le habríamos dado nueva vida a la protesta ciudadana.

___________
* El coro se presentaría en lugares cerrados o con mejor acústica que las avenidas y los ejes viales, lo cual de entrada redundaría en que sea acogido con beneplácito por todos aquellos que están hasta la coronilla de que las manifestaciones paralicen las calles de la ciudad.


Publicado originalmente en Letras libres.