lunes, 26 de julio de 2010

Perdidos después de "Lost"

Es por miedo a que la conversación decaiga. Por ese malestar, con frecuencia parecido al pánico, que se produce cuando un hueco de silencio crece hasta convertirse en un abismo, una fractura en medio de lo que hasta entonces parecía bien plantado y estable. A pesar de que tal vez bastaría cualquier gracejada para salir al paso, la falta de palabras nos mortifica y desorienta, nos hace trastabillar; de pronto todos los presentes nos hemos puesto pálidos, desencajados y, lo más alarmante, sin un tema salvador bajo la manga, como si cada quien estuviera contemplando en sus adentros la posibilidad de arrojarse por la ventana. No es un ángel ni un fantasma lo que cruza cuando todos permanecemos callados: es el escalofrío funeral de cuando ya no nos queden palabras en la boca.

La televisión, más que un artefacto para pasar el rato, más que una caja de publicidad o un simulador de compañía, es un esfuerzo gigantesco para que la conversación no decaiga. Hablar de lo que se ha visto por televisión, casi constatar que los otros han pasado la tarde viendo los mismos programas, en eso radica su “magia”. No en las horas lánguidas y un tanto anticlimáticas que pasamos absorbidos por el sofá, no en el fastidio de baja intensidad saltando de un canal a otro en busca de un escape duradero, sino en la estela de referentes compartidos, en la creación de una comunidad frente a la fogata gélida del horario estelar. Si hubo un tiempo en que los hombres se reunían para contarse historias alrededor del fuego, si alguna vez acostumbraron discutir los asuntos de la polis en la plaza pública, hoy nos reunimos para comentar el último capítulo de Lost. Incluso es probable que la narrativa incoherente y disparatada de ésta y otras series recientes, llenas de cabos sueltos y elementos sobrenaturales, osos polares en la jungla o fantasmas asesinos, haya sido dictada por cierta sed especulativa innata en el ser humano, una sed que, por encima de todo, precisa de una buena provisión de pistas, de rastros por seguir en tribu, aunque a la larga no conduzcan a nada. Mientras más enrevesada o inconexa y tal vez arbitraria sea la historia, más tela de donde cortar durante la sobremesa. —¿Y la verosimilitud? —Una superstición anticuada.

Laura Palmer, de Twin Peaks.

Recuerdo que en los años noventa llegó a ser un éxito arrollador la pizza “Twin Peaks”, bautizada en honor de la serie pionera de David Lynch. No estoy seguro de que incluyera ingredientes especiales —setas del bosque donde supuestamente se encontró el cadáver de Laura Palmer—, pero como nadie estaba dispuesto a perdérsela un instante preparando un maldito sándwich, las entregas a domicilio alcanzaron su apogeo. Los únicos que no comentaban al día siguiente los pormenores del capítulo eran los repartidores de pizza. Y, bueno, yo. Cualquiera sabe lo que se siente estar marginado de la conversación, sin referentes comunes, la mente como un kleenex que distraídamente estrujamos con la mano, esclavos de esa sonrisa idiota del que se ha quedado sin sarcasmos. En mi caso, sin embargo, nunca había sentido la exclusión de forma tan abrumadora como cuando todos mis amigos y enemigos, mi novia y mis ex novias, se habían mudado imaginariamente a ese pueblo maderero en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Entonces descubrí lo que es oír hablar de la mano de dios de Maradona y creer que está pintada en la Capilla Sixtina, el bochorno de enfrascarse en un debate sobre el color de los ojos de Madame Bovary y preguntar si usaba pupilentes. Aunque ya no tengo forma de reproducirla, todavía conservo la caja de videocasetes VHS con la serie completa de Twin Peaks que compré para ponerme al corriente y no vivir como un afásico televisivo, como un pálido ausente conversacional.

Quizá porque las salas de cine están demasiado vacías para garantizar un suelo firme común, o porque hablar de libros o de obras de arte suele deparar una experiencia sobrecogedora de solipsismo, la televisión, lo que pasa y está sancionado por ella (partidos de futbol, aviones cayendo sobre edificios, series interminables y disparatadas), ocupa el sitio de lo que antes llamábamos, quizá un tanto pomposamente, la cultura. A nivel formativo, la lógica unidireccional de la tele, que apenas admite réplicas —y que tal vez por ello pone constantemente en escena discusiones y diálogos—, se compensa con las mesas redondas improvisadas que a cada momento se forman en el café de la esquina o en el receso para fumar. Allí es donde la televisión se socializa y cobra todo su sentido como algo más que “mero entretenimiento”. Allí es donde las ocho horas vagamente culpables frente a la pantalla adquieren más importancia que cualquier experiencia vivida, donde toda una adolescencia patética y solitaria se redime a la hora de citar sin un parpadeo a los guionistas de el programa piloto de Friends.

Hace unos años, eran muy pocos los que se atrevían a ensalzar la estatura artística de las telenovelas, pero hoy es de lo más frecuente defender que las series de televisión, de Six Feet Under a Lost, y de The Wire a Flashforward, son los artificios más complejos y refinados que ha dado la civilización en los últimos tiempos, o que por lo menos son “el mejor cine” que se está haciendo hoy (que Carlos Monsiváis se estremeciera ante una telenovela como El maleficio es comprensible y hasta cierto punto obligado, en vista del personaje que construyó de sí mismo, pero que Javier Marías, cinéfilo de la vieja guardia y escritor todavía a máquina compare Los Soprano con la Comedia humana es, por decir lo menos, sumamente revelador). Incluso he llegado a escuchar que si Mozart y Lorenzo da Ponte hubieran vivido en esta época no habrían compuesto óperas sino series para el canal de Sony. La exageración vale precisamente en cuanto impide que la conversación decaiga, pero es muy poco probable que, dentro de doscientos años, cuando todas las salas de ópera hayan sido demolidas y la televisión por hologramas haya casi sustituido al acto de soñar, el Dr. House sea más recordado que, por ejemplo, Don Giovanni. Ni siquiera creo que Tony Soprano vaya a tener mayor peso ontológico que Don Corleone, mayor contextura simbólica o fuerza iconográfica. Formalmente, en términos de montaje, concepción artística, fotografía, actuación, etcétera, y ya no se diga en la cauda de asociaciones y recuerdos que ha dejado en mi cabeza, El padrino me parece muy superior a su descendiente televisivo.

Ya sé que esto último puede sonar a cosa de la edad, a una trampa de la nostalgia; pero quizá solo haya una cosa que envejezca más rápido que el periódico de ayer, y ese algo son las series de televisión, demasiado ancladas a un momento determinado, a esas “temporadas” en las que todos hablan de ellas. ¿Qué sería de una serie sin el eco de comentarios e hipótesis, sin los foros de discusión y los finales paralelos y conjeturales que estruendosamente genera? El hecho de que las series sean concebidas en entregas es crucial no sólo desde el punto de vista de su estructura y comercialización, sino de su riqueza semántica, pues la expectativa compartida y el asedio a un misterio común es lo que les insufla cierta vida. Si en la trama hay un enigma, lo decisivo es que lo hayamos presenciado simultáneamente; así discutiremos hasta el fin de los tiempos (es decir, hasta el decepcionante desenlace), cómo diablos pudo ocurrir, quién fue el asesino. Discrepo de que se hable de los programas porque sean buenos; son buenos gracias a que la conversación los anima y levanta. Al fin y al cabo, no importa cuál sea la programación, siempre se habla de la serie en turno.

Hay quien se pregunta con toda seriedad si las inconsistencias argumentales de Lost (y, mucho antes, las de Twin Peaks) no representan un cambio de paradigma narrativo, un viraje sin precedentes en lo que entendemos por contar una historia. De ahora en adelante, aseguran, las historias se sostendrán más sobre giros inesperados que sobre el desarrollo dramático, y menos sobre la relojería del clímax que sobre la confusión deliberada de los espectadores. Pero creer que la falta de ilación se volverá la norma equivale a creer en la falacia de que un día las mentiras llegarán a ser más importantes y numerosas que la verdad. Por más que los guionistas de las grandes cadenas supongan lo contrario, no se puede fundar una religión alrededor del deus ex machina.

Acorralado por el lanzamiento de la nueva serie Flashforward, he vivido en carne propia una fractura en el tiempo —por un momento pensé que mi cerebro se desmoronaba como una figura de migajón—, y durante 137 segundos entreví mi futuro, me vi a mí mismo dentro de seis meses, pálido, desencajado, ausente, presenciando cómo todo el mundo comentaba los últimos episodios de la serie Flashforward, cómo manoteaban y alzaban la voz y se desgañitaban por resolver el misterio. Yo estaba allí, en medio de toda esa agitación más bien histérica o desesperada, como un condenado en su campana de cristal, pensando, con más desgana que un genuino afán aguafiestas, sino sería mejor que, al menos por una vez, la conversación finalmente decayera.


Publicado en la columna "Una temporada flotante" de Metapolítica.

domingo, 18 de julio de 2010

La escuela del desorden

Antifábula
Algo que comenzó al otro lado del mundo como una tormenta llega hasta nosotros convertido en un aleteo de mariposa.

Sensibilidad a las condiciones iniciales
Por enfrentarnos a lo que quizá no ha de ocurrir, introducimos una perturbación en lo que está ocurriendo.

La otra cara de la moneda
El orden, visto desde cierta perspectiva, siempre puede parecer desorden; de allí que todo desorden sea en verdad un desafío teórico.

Amuleto de la razón
La línea recta existe gracias al esfuerzo del hombre. La ha concebido, la ha trazado y poco a poco la ha insertado en la naturaleza. Y ahora se sienta satisfecho a contemplarla, como si fuera la explicación y fundamento de todo.

Equilibrio precario
La realidad no se desintegra gracias a la discordancia entre sus partes, a que cada cosa lucha contra las otras y realiza su juego para sí. Más que sostenida por alfileres, se antoja sostenida por la esgrima entre esos alfileres.

Premisa epicúrea
Debajo de toda regularidad visible yace una turbia confusión que la apuntala.

Virtud fecunda
Cierta capacidad de desorden es una de las disciplinas fundamentales del artista. ¡Pero con cuánta frecuencia se convierte en la única!

Sistemas ideales
Algunos defienden la futilidad teórica de construir castillos por el sueño de perfección y belleza que comporta. Pero en tal caso sería de mucho mayor provecho construir en el aire pechos de colegiala.

Lo temido
Las disonancias se presentan como una amenaza, ya que plantean la posibilidad de una armonía superior en que resulten necesarias.

Comportamiento errático
Incluso el vuelo de la mosca podría reducirse a una fórmula matemática, pero ello no lo volvería menos irritante.

Calma chicha
El equilibrio, al menos el equilibrio del ánimo, se antoja más bien una fase lánguida del caos.

Bola de nieve
El esfuerzo de instaurar un orden engendra a cada paso desajustes concomitantes que entonces demandarán ordenamientos sucesivos.

El prestigio de la confusión
También el enredo y lo insoluble embriagan. Me ha tocado ver a hombres retozando como cerdos en el lodazal de un malentendido.

Inercia
Un desorden que se repite, que al día siguiente nos envuelve y arrastra, ya nos parece un principio de orden.

Sin pies ni cabeza
También la incoherencia es una forma de defenderse de los ataques.

Perspectiva del bosque
El orden depende del ojo del observador. Un bosque de árboles perfectamente alineados, que fueron sembrados a distancias regulares, también es una jungla para el que se ha perdido en su espesura.

Statu quo
Lo radicalmente nuevo sería para nosotros una forma de ruido, pues sólo sabemos escuchar ecos y resonancias.

Termodinámica del estilo
La frescura del desenfado está a sólo un grado centígrado de convertirse en el frío de la equivocación.

La teatralidad del genio
¿Quién no ha desordenado a propósito su mesa de trabajo para recibir visitas?

Falsas escaramuzas
El desorden nos reta a que luchemos contra él, y así, beneficiado por nuestra injerencia, redobla su impulso.