sábado, 26 de diciembre de 2009

La papa caliente del elogio

Pocas cosas se dilapidan más que el elogio. Aquí y allá vemos a escritores y artistas lanzarse flores unos a otros sin el menor recato, como si se tratara de un juego en el que la papa caliente del halago no debe caer jamás al suelo. En una de mis pesadillas recurrentes me encuentro en una fiesta en la que los invitados me dedican alabanzas desproporcionadas, rimbombantes, casi diría cósmicas, y yo, empequeñecido por tanta desmesura —que es lo que secretamente se propone el clan de los elogiadores—, no logro corresponder, ponerme a la altura de las circunstancias, pues las loas y ditirambos se niegan a formarse en mi boca cada vez más pastosa y seca a causa de la enrevesada humillación, así que, asediado por el estruendo de los aplausos, lo único que de verdad consigo es que se incremente mi rabia universal contra el género humano.

En el mundo de cabeza en que vivimos, mientras más elevado sea el elogio más sospechas despierta. Los superlativos entusiastas se diría que esconden segundas o terceras intenciones: favores que se pagan, guiños tristemente arribistas, súplicas de atención. De tan manoseado y enrarecido, se trata de un estado de ánimo al que es cada vez más difícil ceder por escrito, pues está claro que comenzar un texto con un anuncio del tipo: “los elogios que se incluyen a continuación son todos sinceros” resultaría tan desconcertante como estampar al margen una leyenda que dijera: “este escrito no incluye risas grabadas”.

Al igual que la propia sombra, que por más que se alargue y suba por las paredes no puede modificar nuestro cuerpo, las lisonjas parecen haber perdido todo efecto sobre quien las recibe (por insustanciales y huecas y a veces intercambiables); a lo sumo comunican un alivio agridulce, la tranquilidad anticlimática de comprobar que no se trató de un insulto atinado o de un KO técnico por la vía del derechazo crítico.

Leo en el explosivo Tratado del estilo de Louis Aragon una definición perfecta del payaso: “Un señor que quiere estar a la altura de los acontecimientos.” Han pasado más de ochenta años desde que se escribieron esas palabras y, al parecer, las cosas han cambiado muy poco. Quizá sólo lo suficiente para que, en lugar de payaso, ese señor que quiere estar a la altura de los acontecimientos se haya convertido en un malabarista, en el esforzado malabarista que no debe dejar caer al suelo la papa caliente del elogio.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Villancico negativo

Los buenos deseos me sacan ronchas. Los villancicos me hacen amar el heavy metal. Me gustaría que aparecieran dinosarios tras las colinas de papel maché de los nacimientos, y que devoraran al niño dios y a los pastores y las ovejas los destruyeran por completo. Ya sé que este sentimiento antinavideño está tan extendido que incluso tiene un nombre entre las enfermedades del fin de los tiempos, por ello, en vez de destilar rabia como espuma de sidra santoclós, copiaré un villancico de Sánchez Ferlosio, escrito cerca del año de mi nacimiento, un villancico para cantar secretamente mientras se brinda por la felicidad y la salud:

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si amanece la arrogancia
de la fuerza y el valor,
niño débil y cobarde,
niño noche y deserción.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si relumbran los fusiles
de la blanca afirmación,
niño oscuro, niño inerme,
niño niebla y evasión.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si los médicos prescriben
la alegría y la salud,
niño triste, niño enfermo,
sin niñez ni juventud.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si en el quicio de la carne
la palabra se escindió,
niño niño, niño niña,
niño luna, niño sol.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si a la luz de la justicia
toda culpa se aclaró,
niño bueno, niño malo,
sembrador de confusión.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si la lógica decide
de la verdad y el error,
niño cierto, niño falso,
blanco de contradicción.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si entre la carne y el verbo
imposible fue el amor,
niño nadie, niño nunca,
miño nada, niño no.