domingo, 22 de septiembre de 2013

De cabeza

O cómo mirar un país patas para arriba

A partir del corto de Amat Escalante, El cura Nicolás colgado


(Texto incluido en el libro Revolución 10.10, Random-Conaculta-Imcine-Canana, 2010)

Nunca he conseguido pararme de cabeza más de diez segundos y, sin contar el día de hoy, es probable que la última vez que haya estado colgado de las piernas a imitación de los murciélagos —o, en mi caso, más bien de los osos perezosos— fuera de un lejano pasamanos de la infancia. Esos pocos instantes bastaron para entender que puede ser un auténtico suplicio, y que entre las muchas formas que ha ideado el hombre para torturar a sus semejantes la de colgarlos de cabeza quizá sea una de las más retorcidas y plásticas, es decir, una de las más sutiles.

La columna humana no ha sido diseñada para que se le dé vuelta como a un reloj de arena. Si la comparación no fuera un tanto rebuscada diría que toda la arquitectura del cuerpo fue concebida para sostener un jarrón sobre su capitel, un jarrón bastante duro, pero a fin de cuentas mortal y quebradizo (aunque, a juzgar por sus inclinaciones, todo indicaría que en realidad fue hecha para la posición horizontal, para que en caso de parecerse a una columna fuera de ese tipo que es común encontrar entre las ruinas: sin nada que sostener y derribada). Invertir esa arquitectura, situar la cabeza donde correspondería a los pies y, para más saña, hacerlo de modo que quede inmovilizado todo el cuerpo, con las extremidades anudadas a fin de que semeje efectivamente una columna o, mejor, una suerte de capullo de cuyo interior sólo podrán nacer las alas de la locura o la desesperación, resulta un medio elemental —pero eficaz— para mortificar a un hombre, para alterar profundamente su naturaleza.

¿A cuento de qué complicarse con cámaras de gas, potros de mecanismos dentados o cruces inmensas en lo alto de una colina? Bastan la rama de un árbol y una cuerda para logar que el infeliz se arrepienta de haber pisado este mundo. Es verdad que con esos mismos implementos se le podría colgar del cuello a la usanza del Viejo Oeste, dejando que sea su propio peso el que lo liquide gracias a la sencilla magia de un nudo corredizo; pero de ser así sólo se estaría buscando llanamente la muerte, no la lección moral; colgar a un hombre de cabeza, obligarlo a mirar el mundo al revés hasta que ya no resistan sus venas, sus tendones, su cordura, hasta que la sangre se agolpe en la nariz y en la garganta y empiece a escurrir incluso por los lagrimales, más que una forma de ejecución, es un castigo lento y minucioso, un castigo que no por letal deja de presumirse correctivo.

No soy muy versado en las artes cartománticas, pero no se me escapa que en el Tarot de Marsella el arcano número XII corresponde a una figura suspendida de cabeza conocida como El Ahorcado. Algunas de las interpretaciones que se han hecho de esta carta remiten al deseo de purificación, de separar al hombre de la corteza terrestre en una posición antinatural con el propósito de invertir sus impulsos. Pero ya que el significado de las figuras del tarot depende de si las cartas han quedado al derecho o al revés luego de ser tiradas, se comprenderá lo endemoniadamente difícil que resultaría interpretar este arcano cuando el cuerpo, que debía estar de cabeza, por obra del azar queda de pie, siendo que en estos casos poner de cabeza lo que estaba de cabeza no necesariamente implica enderezarlo, sino todo lo contrario, torcerlo doblemente y alejarlo quizá para siempre de su rectitud. Y como yo mismo no sabría deshacer ese enredo interpretativo, lo mejor será que desande el camino de inmediato, dé media vuelta sin traspasar el umbral de la quiromancia y regrese a la figura del hombre colgando de cabeza, a ese extraño capullo del que sólo pueden brotar las alas de la locura o la desesperación.

Decía que el gesto de colgar a un hombre de los pies comporta un afán correctivo. Por más que su desenlace pueda ser fatal, hay algo de tortura y otro tanto de terapia en ese ahorcamiento de los tobillos y no del cuello; lo que busca este castigo es readaptar la óptica del condenado, trastocar su manera de ver el mundo, quizás a estas alturas tan desvirtuada que, en compensación, requiere de un ajuste de 180 grados. Es al desequilibrado, al que no mira las cosas como las ven los demás, a quien está reservado el suplicio del mundo patas para arriba; es al recalcitrante, al que cuando soplan aires de cambio lleva la contraria y entiende lo recto de una forma anticuada o necia, a quien se someterá a una terapia radical de irrigación de sangre en la cabeza.

Seguramente no habría pensado en nada de esto ni la figura del hombre colgado de cabeza me perseguiría como una instantánea de los tiempos que corren —de estos tiempos tan enrevesados que uno desearía colgarse día y noche de cabeza para ver si así los comprende mejor—, de no ser por la breve cinta de Amat Escalante, El cura Nicolás colgado, incluida en la película colectiva Revolución, que a cien años de que comenzara esta gesta, mítica y decisiva para el país, se plantea como un ejercicio en el que, más que celebrarla, se la conmemora y revisita críticamente, y que, en la mayoría de los casos, como en el del propio corto de Escalante, termina por cuestionar sus alcances y efectos en el México contemporáneo.

El cortometraje empieza con la figura en blanco y negro de un hombre colgado de cabeza en una llanura. Algo, quizá una turba enfurecida, ha arrasado con lo que ha encontrado en su camino, dejando tras de sí a un hombre suspendido de la rama de un árbol. En fracciones de segundo uno se pregunta por qué no lo habrán colgado directamente del cuello, como correspondería a la calaña de forajidos que se adivina que son, o por qué no, para el caso, le prendieron fuego, al igual que hicieron con el niño y el caballo que todavía humean muy cerca de él. Tal vez porque esa forma de muerte carecería de fuerza simbólica; tal vez, sencillamente, porque la película debía continuar. Lo cierto es que en caso de que hubiera sido un ahorcamiento, por decirlo así, “ortodoxo”, se perderían las alusiones a un mundo al revés, a la necesidad de una revuelta y un cambio; se trataría de una ejecución como tantas y no una declaración de principios; algo que se confundiría, por ejemplo, con un ajuste de cuentas, otro más de los muchos ajustes de cuentas que se viven a diario en el país.

Al que pasara por allí, la imagen del colgado no le diría más que la rotundidad cegadora de la muerte —aun cuando eso ya sería bastante. La turba, si es que ha sido ella la que dejó a su paso al hombre de cabeza, no se ha contentado con castigar a un individuo, también ha querido escribir directamente en el paisaje, dibujar con el árbol y la soga una suerte de estampa más allá de lo atroz. Lo que dice supera o se inscribe en un orden distinto de la mera advertencia; es mucho más que una firma que grita “aquí ha pasado la barbarie” (por algo, así sea transitoriamente, le han perdonado la vida). Se trata de un guiño, de un mensaje cifrado que si bien no elude la amenaza, augura cambios violentos y convulsiones, un nuevo orden donde las cosas ya no se sostendrán como antes y lo que estaba abajo terminará por subir. Es el emblema brutal de una revolución en marcha.



Por más que observemos con detenimiento al niño chamuscado, su cuerpo negro, tieso y todavía humeante, difícilmente nos informaría de que en vida se desempañaba como monaguillo; reducido a carbón, es sólo el cuerpo de una infamia, de una venganza, de un crimen que nadie se molestará en resolver. Pero allí, colgado de cabeza, vemos que el hombre no es cualquier hombre, sino un cura, y que él (y la institución que representa, con sus valores y jerarquías, con su concepción de lo bueno y lo justo, con sus mandamientos y parábolas), antes de agotarse y vencerse, antes de cerrar los ojos para siempre, tendrá que acostumbrarse a contemplar las cosas de un modo muy distinto, precisamente como correspondería después de haber girado sobre su propio eje. Como si le dijeran: enderézate, ya no se puede ver el mundo como tú solías. Como si nos dijeran (a nosotros que no tenemos más remedio que leer esa estampa descarnada en el paisaje): las cosas, a partir de este punto, ya no serán como ayer. Son tiempos incomprensibles, en que la brújula apunta al sur y los valores están bocabajo. De allí que la pareja de niños, tras encontrar al hombre colgado, vacilen antes de desatarlo finalmente. No importa que sea un sacerdote, de todas maneras cabe la pregunta: “¿Es bueno o es malo?”

Visto de cabeza, el cielo es ese brillo lejano que se despliega allá abajo.

Visto de cabeza, tu deseo de sonreír se convertirá en una mueca de amargura, y tu tristeza se dibujará como una turbia risita de resignación.

El hombre de cabeza obliga a pensar en un mundo de cabeza; no sólo en el mundo que, por obra del suplicio que le infligen, él mira invertido, sino en el mundo en el que antes vivía y que, ahora entendemos, ya no podía sostenerse más. A fin de cuentas, reducida a sus elementos geométricos más simples, una revolución es el giro de una figura sobre su eje, el impulso por darle vuelta a todo un país. Hay quien dice que las palabras “revuelta” y “revolución” provienen directamente del italiano rivoltare: volver del revés.[1]

La imagen en blanco y negro de la película remite inevitablemente al pasado: tal vez haya sido la Bola, la turba de bandoleros y revolucionarios del norte, la que colgó al padrecito de ese modo significativo y cruel; tal vez la historia arranque tiempo después de 1910, con la Guerra Cristera, cuando apenas instaurado el orden posrevolucionario se quiso dar una nueva vuelta —otra más— a la historia del país, y en los entornos rurales del centro de México era frecuente encontrar a sacerdotes y creyentes católicos colgando de los postes de telégrafos. El giro genial del corto se da cuando descubrimos que ese extraño ahorcamiento sucede en fechas recientes —ayer, hoy mismo—, y tras una serie de peripecias por los llanos áridos de México, después de que han sobrevivido a la intemperie, durmiendo en cuevas y bebiendo agua de charcos, y han alcanzado llegar a la civilización, a una ciudad en la que no les queda más que mendigar, el cura lleva a la pareja de niños a comer ni más ni menos que a un McDonalds. “Tiempos tan difíciles que nos han tocado vivir”, dice el hombre, más como si constatara su zozobra que a modo de lamento. Una frase que resuena con su timbre sombrío lo mismo hace un siglo que hoy.

Pero si aquella estampa perturbadora, propia de la Revolución, corresponde al presente y se repite exactamente cien años después, tal vez se deba a que la Revolución no ha terminado, a que de algún modo continúa y es posible encontrar signos de ella, tanto de sus orígenes y causas como de sus procedimientos y actos de violencia, desperdigados por todo el territorio; a que el país sigue estando de cabeza y la profunda transformación que el ahorcamiento anunciaba permanece sin completarse. Tal vez la revolución sólo se ralentizó. Los cambios pueden ser graduales o abruptos, lentos o vertiginosos; cuando alcanzan una particular aceleración, se convierten en llamarada, pero no por ello dejan de ocurrir continuamente. Ya lo decía Guy Davenport en su ensayo “¿Qué son las revoluciones?”: “Revolución y evolución son quizá como el fuego y la herrumbre, los cuales ejemplifican diferentes velocidades de oxidación.”

Antes de que la revolución —cualquier revolución— logre sus propósitos, antes de que construya un nuevo orden más justo y erija instituciones que no prolonguen o secunden la tiranía, mientras la revuelta está en plena ebullición y es tiempo de emboscadas y corre la sangre y las cosas se han vuelto tan inflamables y traicioneras como la pólvora, lo natural es que reine la confusión: las jerarquías se ponen en la picota, las divisiones saltan por los aires y todo lo que parecía tener un lugar definido se ve de golpe condenado a fundirse en una masa informe, en el caos, como si hubiera que regresar a la vieja noche de los tiempos para construir nuevos valores, para ver de nueva cuenta la luz en la estructura social.

“Sean siempre buenos —les dice el padrecito a los niños desamparados que lo desatan—; ya nada tiene sentido.” Esta es la atmósfera que Escalante ha sabido insuflar a su película: un aire de revoltura e inquietud, de alboroto y desorden, propio de un mundo sin ley ni coordenadas fijas. Ejecuciones y curas colgados de los pies; una pareja de niños recién casados que huyen en burro de tragedias que apenan se imaginan; llanos sin esperanza en los que sólo prospera el polvo; mendicación y limosna como último recurso para la supervivencia. Todo ello sucediendo al parejo —en una mezcla desconcertante y ominosa— de la vida más o menos indiferente de la ciudad, con su tránsito nervioso y sus camellones yermos que recuerdan al desierto, con su promesa de bienestar y primer mundo representada por cadenas trasnacionales de hamburguesas que, en medio de la indigencia y la falta de techo, se levantan como el último refugio. Así es como Amat Escalante consigue hacer del caos, de la sensación de sinsentido y de un mundo sin reglas (que en principio parecían circunscritos al retrato del periodo revolucionario), el signo de nuestro propio tiempo, de una época que al no haber completado del todo el giro de su Revolución, continúa de alguna manera sumergida en las tinieblas, o cuando menos en ese claroscuro desapacible y ambiguo de la justicia a medias, la libertad a medias, la igualdad a medias.

Lo que vemos, la secuencia de hechos terribles que Escalante eligió para su película, apenas es un atisbo del caos que no termina y que no siempre nos atrevemos a nombrar, de la generosa turbulencia de un país cuyos horrores nos aguardan a la vuelta de la esquina. Podrían haber sido otros los hechos presentados. Cabezas humanas que ruedan en las discotecas mientras los juniors juegan al boliche en el piso 53 de un rascacielos; el linchamiento con palos y piedras de un hombre a plena luz del día, mientras a poca distancia, durante el festejo multitudinario de un partido de futbol, y ante los ojos sin pupilas del Ángel de la Independencia, se viola impunemente a las mujeres. En este país, una avenida, a veces únicamente una pared, divide el sueño del progreso de la pesadilla de la miseria; basta ir a las orillas de una urbe para viajar ciento cincuenta años al pasado, a suelos de tierra y falta de agua potable, a cubiles de hacinamiento y analfabetismo y superstición, con la única diferencia de que encima de sus muros de cartón hay viejos anuncios de Coca-cola a modo de techo, en los que, eso sí, nunca faltan antenas de televisión.

En este país, la gran isla edilicia de exclusividad y alcurnia —Santa Fe— se eleva sobre lo que fuera un vertedero gigantesco, a un costado de ciudades perdidas que viven de sus migajas. En este país, el vagabundo tiene miedo de que le roben sus harapos en la banca del parque, mientras el hombre más rico del mundo afirma que él se siente muy seguro caminando por las calles, aunque se guarda de decir que, por su número y armamento, su escolta personal bastaría para integrar un regimiento de infantería. Todo parece revuelto, sumergido en lo informe, en una contigüidad pasmosa. Es una amalgama feroz, maldiciente y a menudo bronca, que parece empeñada en restregarnos en la cara la obscenidad de su injusticia.

¿Es preciso colgarse de cabeza para percatarse de la confusión de un país, para sentir el mareo de su desigualdad, para contemplar la furia de una violencia que ya poco o nada tiene de rebeldía?

Quizá, porque nos hemos habituado a mirar las cosas desde la misma perspectiva, estamos cada vez más ciegos. Quizá, porque ya no queremos ver, porque preferimos fingirnos sordos e insensibles, no siempre vemos que la pobreza está royendo a más de la mitad de la población, o que la educación pública es deficiente y baja y caciquil y está increíblemente en declive, o que decenas de decapitados diarios nos acercan ya no a los tiempos sin ley del periodo revolucionario, sino a los más oscuros, tribales e incivilizados de los cazadores de cráneos. Tal vez lo que nos hace falta es que nos fluya un poco más de sangre a la cabeza.

Dejar de pronto lo que estábamos haciendo y subirnos a un árbol. Atarse los pies a una rama y soltarse con cuidado hasta quedar suspendidos. Abrir lentamente los ojos.

¿Se acabó el desorden, la vieja noche de los tiempos que trajo consigo la añosa revuelta? ¿Completó finalmente su giro la revolución? ¿Se reinstauró la justicia, la igualdad, la libertad? ¿Puede haber democracia con más de sesenta millones de pobres? ¿Cómo se logra la fraternidad en el epicentro del secuestro exprés? ¿La tierra puede ser de quien la trabaja cuando las semillas le pertenecen a corporaciones de transgénicos?

Estoy aquí, colgado de cabeza, suspendido de un árbol, pensando en la breve película de Amat Escalante. Estoy aquí, inmóvil, sin poder siquiera columpiarme, en la postura antinatural que corresponde a un castigo, a una terapia desesperada, mirando este mundo de cabeza como quizá ya sólo se lo puede ver: lejos del suelo, con la cabeza y los sentidos al revés. Estoy aquí, la sangre agolpándose en mis sienes, intentando ver si de este modo la realidad se parece a lo que cuentan, a la que aparece en los discursos oficiales, a los escenarios de mampostería que cada día analizan los politólogos —esos inopinados continuadores de la ciencia ficción. Siento que las piernas se entumecen poco a poco, se van infestando de hormigas, y así, boca abajo y sin brújula que valga, maniatado y no sólo con la sensación permanente de estarlo, me pregunto si no será sólo de esta forma tortuosa y desesperada que, a cien años de distancia, podríamos encontrar algo que festejar en este 2010.




[1] En 1781, durante la lucha de independencia que los propios estadounidenses consideran “su revolución”, los británicos se defendían de los insurgentes al ritmo de un tonada que se titulaba elocuentemente The World Turned Upside Down.