domingo, 12 de julio de 2009

Cinco estornudos sobre los libros de arte

El libro ya no como elemento decorativo
sino como mueble.


1
Hace tiempo que los libros de arte dejaron de fabricarse para ser hojeados, ya ni se diga para ser leídos. El placer quién sabe qué tan antiguo de pasar las hojas distraídamente, saltando capítulos enteros sólo porque nuestros dedos resbalaron, deteniéndonos al azar en una fotografía, en una nota el pie, ha sido sistemáticamente abolido por la idea de que siempre será mejor un libro inaccesible que se asemeja a un bloque de mármol, con todo lo que este material sugiere en cuanto brillo, lujo y por supuesto peso. Si ya los libros desempeñaban su modesta función como revestimiento de paredes, como utilería en habitaciones donde si acaso llaman la atención porque se han cubierto de polvo, hacía falta su explotación en serie como los nuevos comodines del diseño de interiores.

Los monolitos de papel cuché e impresión a seis tintas, tan lustrosos y ornamentales y llenos de caché, llamados pomposamente por algunos coffee table books, que simbolizan o más bien encarnan los intereses y la sensibilidad de sus propietarios, han terminado por sustituir en las mesas de centro los amarillentos tapetes recamados. Y a tal grado estos libros se han apoderado de los aposentos de la plutocracia, que algunos ya se veden en las librerías con base incluida, como si no quisieran ocultar por más tiempo su intención de convertirse en una nueva variedad de muebles, a pesar de que no tiene sentido apoyar sobre ellos ni siquiera una tacita de café.


2
Hay una lógica perversa en el gesto de sacar las obras de arte de los museos para encerrarlas en recintos no menos inadecuados, fastuosos y asépticos, que parecieran concebidos para expulsar de sus entrañas cualquier ocasión de tropezar con una experiencia estética. Cierto óleo que nos obsesiona, que no podemos contemplar de cerca porque se encuentra expuesto al otro lado del mundo, cuando no en la bóveda de seguridad de algún magnate, resulta que está reproducido a doble página en un libro deslumbrante —que tenemos que inclinar de todas las formas imaginables para que la luz no se refleje en él—, cuyo precio nos hace meditar si no sería más sensato comprar con ese dinero un boleto de avión que nos lleve hasta el original.

Hace un siglo las proclamas vanguardistas exigían la demolición de los museos a fin de acabar de una buena vez con el pasado artístico, es decir con la convención y el anquilosamiento y la reverencia. No sería raro que hoy el blanco de los ataques fueran esos libros campanudos, la mayoría de las veces imprácticos de tan voluminosos, emblema del confort y la ostentación, que pudiendo haber liberado de sus formatos majestuosos a un buen número de piezas para transformarlas en arte portátil, despojándolas de esa aura de importancia que tanto estropea el acercamiento del espectador, se limitan simplemente a trasladar toda la alcurnia de su contenido a un nuevo soporte, como si hubiera algo de sacrílego o degradante en el hecho de divulgar, sin toda la pompa que conviene al caso, la obra de los grandes artistas, muchos de los cuales no verán ni un solo céntimo de la venta de ejemplares.


3
Al ser elevado a contraseña de la distinción, el libro de arte se ve con frecuencia obligado a atenuar el sentido primario de las obras que tiene a su cargo, en aras de un ideal de preciosismo que no debe desentonar con los sillones de piel o los fruteros de Murano en medio de los cuales será colocado. No importa si el libro incluye imágenes beligerantes —o subversivas o grotescas—, la tarea del diseñador consiste en matizarlo, en desarmarlo con la minuciosidad de quien desactiva una bomba, para entonces presentarlo al público como un logro sobre las fuerzas de lo abrupto y lo salvaje —del mismo modo que sucedería con un arreglo floral—, sin otra disculpa que la deconstrucción y el falseamiento al servicio del buen gusto.

En contraste con esta operación cosmética y chapucera, ¡qué triunfo de la ironía es que una pieza como la Merda d’artista de Piero Manzoni, gracias a la cual sus excrementos enlatados eran vendidos a precio de oro a coleccionistas cándidos, después de casi cincuenta años siga su impulso corrosivo una vez que ha sido empastada en volúmenes de gran formato, reproducida en libros espléndidos que unas señoras risueñas tienen sobre la mesa como si se trataran de amuletos, y a los que acarician con la mirada mientras toman el té con esa suficiencia que tanto repugnaba a Manzoni, hablando por una coincidencia asombrosa de todas esas cosas que precisamente lo hacían pujar con más y más furia —con esa intensidad que sólo da el arrebato del genio— para seguir produciendo obras maestras!


4
Entre el diseño entendido como vehículo y el diseño como un pretexto para el manierismo (esto es, como capricho gráfico que rivaliza y de ser posible sepulta el contenido que tiene a su disposición), la mitad de las casas editoriales optan por este último, quizá porque satisface las aspiraciones de elegancia y refinamiento necesarias para que el libro se venda como artículo de lujo. Y como si cada nuevo libro de arte creara un foco magnético que convoca el atildamiento y la impostura, su industria ha propiciado la perpetuación de la figura más bien patética del crítico rimbombante, cuya sintaxis ha de propender siempre a la floritura, y cuyo lirismo se arroga la licencia de abusar de todas las exageraciones y tropelías teóricas con tal de que se aproxime al aplauso.

Desde luego ambos fenómenos se solapan y reclaman entre sí, en primer lugar porque comparten la convicción de que el texto, en especial en esta clase de libros, debe ser reducido a su condición material, a su cualidad de mancha gris, tipográfica, y por lo mismo es suficiente que fluya con esa naturalidad inocua de los elementos decorativos. Mientras más atrevido y “fresco” sea el diseño, mientras más disparatados y melifluos sean los escritos, el resultado se acercará al libro de arte de ensueño, aquel que es digno de regalarse acompañado de dos botellas de coñac, y que de tan exquisito no precisa ser sacado de su envoltorio de celofán y su base de terciopelo.


5

El arte popular sometido a los esquemas de la proporción áurea, los graffiti de Basquiat comercializados hasta el colmo de su desnaturalización en volúmenes elitistas, son sólo un par de ejemplos de lo lejos que puede llegar la industria editorial toda vez que se empeña en conjugar su sed de refinamiento con el espejismo de los tirajes exclusivos. Como si no bastara producir libros sencillos y manejables, que entienden y por lo mismo propagan el espíritu de las obras que reproducen, en donde el formato y el diseño no parezcan irrelevantes, un añadido estrafalario y se diría que accidental, asistimos a la proliferación de mamotretos siempre más vistosos y caros, es decir impúdicos, en los que a cada vuelta de página se consuma el divorcio entre los materiales y un recipiente que parece haberle prometido para siempre toda su infidelidad.