Un par de fragmentos de La escuela del aburrimiento (Sexto Piso, 2012): el arranque del libro y un inciso sobre el punk.
Un
día encontré al aburrimiento echado en mi sillón, las manos detrás de la
cabeza, desparramado a sus anchas. Estaba allí, se diría que esperándome,
aunque en realidad no parecía esperar ya nada de nada. Me miraba fijamente, sin
curiosidad, sin emoción, y yo en cambio no podía sostenerle la mirada. Lo
eludía y más bien me comportaba como si él no estuviera allí, en mi propio
sillón, con esa pinta desenfadada de inquilino incómodo, con ese aire de
desafío que adoptan los que ya no piensan irse nunca de la casa.
Aunque se había apoderado de mi habitación, lo que
más me desconcertaba era no conseguir mirarlo de frente; había algo en su
presencia bostezante que me hacía sentir un intruso; algo en sus facciones, en
su manera insistente y hueca de mirar, me arrastraba hacia un extraño abismo de
somnolencia, atormentándome con la pregunta “¿para qué?” Incapaz de convivir
con él, pasaba la mayor parte del día fuera de mi departamento. Vagaba por las
calles sin ninguna dirección, del mismo modo intranquilo y sediento con que
Louis Aragon iba a la deriva por un París que empezaba a derrumbarse. Entraba a
un café y, al cabo de unos minutos, me salía; visitaba un museo: me salía;
compraba un libro: lo dejaba. Podría haber incluso asesinado: ¿para qué?;
también podría haberme matado: desistía. Al rato entraba simplemente a otro café.
Es posible que hubiéramos intercambiado papeles y, abriendo y cerrando puertas
sin curiosidad, abandonando planes sin motivo alguno, me hubiera convertido en
el Espectro Errante del Aburrimiento. Probablemente para entonces mirara a la
gente en la calle con la misma distancia inquisitiva que él me regalaba en todo
momento.
Como estaba claro que no tenía intenciones de
marcharse y ya en el sillón se había marcado su contorno, la tibia insolencia
de su peso, decidí probar a hacer su retrato. De esa manera —pensé—, me
obligaría al menos a mirarlo de frente. Tal vez la misma tarea de pintarlo, de
ensayar toda clase de bocetos del natural, sería una forma de contrarrestarlo,
de hacer que desapareciera; quizá de ese modo su figura odiosa se trasladaría
al papel en una suerte de conjuro.
Tengo que reconocer que no se ha ido. Tengo que
reconocer que, como un hábil y silencioso extranjero, se ha establecido en mi
cerebro con la misma desfachatez que antes desplegó en mi sofá. Y tal vez
porque ya habíamos intercambiado papeles descubrí que en el retrato, en ese
retrato obsesionante y maléfico, que me hacía bostezar continuamente y al mismo
tiempo me quitaba el sueño; en ese retrato con el que fastidiaba a medio mundo,
con el que empantanaba cualquier conversación y que al final del día terminaba
por doblegarme, por hundirme en un estado plomizo y fúnebre; en ese retrato
acaso del todo imposible, que ya antes otros intentaron sin demasiado éxito,
quizá porque se requiere de mucho talento para pintar el vacío, o quizá porque
en este caso el modelo se mueve demasiado poco y acaba por contagiarnos su
desgana, su hastío, su sopor; en ese retrato, decía, descubrí que fue
apareciendo mi rostro.
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Viejos discos de punk
Estoy
encerrado en mi habitación, leyendo los Pensamientos
de Pascal y escuchando a todo volumen viejos discos de punk. La música o, mejor
dicho, ese largo grito apenas articulado que parece desplegar su propia
destrucción o invocarla, ese estrépito que sale de las bocinas como un reclamo
de anarquía y negación, esas guitarras abrasivas, esa melodía imposible, hecha
de cosas derrumbándose, que pregona el trastornamiento de los valores, me
parece que contiene toda la furia del aburrimiento, toda su rabia cautiva y
espumosa, y de pronto la música retumba en mis oídos como una exacerbación
infernal del bostezo.
Al escuchar a las Slits, un grupo de chicas
peligrosas que Greil Marcus señala como uno de los momentos más ácidos del
punk, creo entender que, más que una arcada, más que la convulsión de la
náusea, el punk fue una forma extrema de hacer audible el bostezo: la respuesta
de unos jóvenes aburridos e intransigentes ante una sociedad que los había
condenado al borde de la inacción; la respuesta descarnada —muchos de ellos
hubieron de desaprender a tocar sus guitarras eléctricas para alcanzar mayor
estridencia— frente a una sociedad que les exigía no ser nada, nada al menos
distinto de un espectador o un consumista.
Cuando termina la canción “A Boring Life” [Una vida aburrida] de las Slits, después de que los
últimos acordes (¿pero se puede llamar a acordes a esto?) retiemblan en las paredes de mi habitación como un
estribillo del fin del mundo que contrasta con la prosa refinada de Pascal (una
prosa en la que, sin embargo, es fácil advertir cierta impaciencia y también a
veces estruendo), me parece entender que el punk, con sus percusiones
primitivas y su compromiso con el caos, no fue sino la manera de devolverle a
la sociedad, con toda la alharaca y la insolencia al alcance de sus pelos
pintados, el aburrimiento salvaje que esa misma sociedad les prometía.
Quien confunde el aburrimiento con la atonía y la
pasividad, con un cuadro no del todo alarmante de distimia, y casi nunca con el
sabotaje o la insatisfacción, es seguramente porque no ha prestado demasiada
atención al punk. Porque no ha percibido que, además del polvo de la apatía, hay
cierta pólvora que se arremolina durante las horas muertas.
El
tedio de las tardes dominicales, que arrastró a De Quincey al opio, dio también
nacimiento al surrealismo: horas propicias para la fabricación de bombas.
(Connolly)
Quito
el disco sin título ni portada de las Slits (un disco que según algunos se
llama Érase una vez en una sala de estar,
pero que también pudo llamarse, por su explosión feroz e impaciente, Érase vez en una sala de espera) y
pruebo a hacer una lista de los grupos que cantaron al aburrimiento desde el
aburrimiento mismo, desde ese estado anímico en que se interrumpe la inercia de
creer en el futuro: “No hay futuro no hay futuro no hay futuro para ti
—aullaban los Sex Pistols—; no hay futuro en el sueño de Inglaterra / no hay futuro
para ti no hay futuro para mí / no hay futuro no hay futuro para ti.” Los
Buzzcocks con su estupendo “Boredom”
[Aburrimiento] del lado B de Spiral
Scracht; Iggy Pop con su “I’m bored”
[Estoy aburrido], canción en la que se declara “el presidente de los aburridos”
(sé de muchos que le disputarían ese título); los Sex Pistols nuevamente,
llevando hasta sus últimas consecuencias la canción de los Stooges, “No fun” [No es divertido]. El bostezo
convertido en estridencia y desplante, en conflagración y náusea. La extraña
cercanía entre la arcada y el bostezo.
(El libro se puede comprar aquí.)