viernes, 28 de noviembre de 2008

Aquella pólvora

A Héctor J. Ayala, el día de su boda

Queríamos ser el crujido
que anuncia la catástrofe,
la sombra que empaña los espejos,
el chirrido de la uña
en el cristal del insomnio.

Sólo soñábamos en crecer
como el ojo
que te mira desde el fondo del vaso,
como la grieta en la fachada del decoro
o esas termitas royendo
los recuerdos.

Estábamos llamados a vivir
como el borracho
que se cuela en todas tus fotografías,
como el insecto que zumba
adentro de tu cabeza,
el ántrax en el trasero de los poderosos.

Queríamos prolongar la trompetilla
que aturde el coro de los cuerdos,
ser esa tuerca floja
en el mecanismo de la felicidad,
la gota de sífilis ofrecida en el beso.

Eso planeábamos, pero ahora
que somos sombras, manchas,
el eco de un bostezo lejano, me preguntas
¿qué haremos?, ¿qué haremos con todo eso
que no fuimos, con esas ruinas ruidosas,
con esas piezas sueltas que se agitan
al interior de la cabeza?

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El oblivisco

Tras juzgar que la credulidad humana había alcanzado una suerte de límite, Joris-Karl Huysmans vaticinó la extinción del monstruo, el declive de su potencial de espanto. Convencido de que la creación de prodigios mediante la equivocada posición de sus partes tiene algo de cansino —es una rama trivial del ensamblaje y la combinatoria—, Huysmans escribe que la decadencia del monstruo empezó cuando se incorporaron utensilios de cocina en su elaboración. El ensayo que le dedica “a esos cuerpos sospechosos de ser animales” data de finales del siglo XIX. Es anterior al Odradek de Kafka, formado por lo que parecen retazos anudados e hilos; también es anterior a las películas de monstruos de serie B, en cuya fauna impera la disonancia, la exageración y la incongruencia, “burlescamente dispuestas y demasiado ficticias”.

Lo que repele a Huysmans es la facilidad de la mezcolanza pero también la confusión improcedente entre los reinos. Un monstruo en el que conviven lo animal y lo vegetal sólo prefigura otros seres fantásticos en los que se echará mano del papel aluminio y las cucharas. No sé qué habría pensado del oblivisco, un animal que se alimenta de polvo y pelusa, pero que según algunos está literalmente conformado de polvo y pelusa.

El oblivisco —o monstruo del desván— es una criatura frágil, que se desbarata entre las manos. Al igual que ratones y cucarachas es un animal doméstico, en el sentido lato de que crece al interior de las casas, en alacenas y covachas descuidadas. No soporta el ruido ni la luz, de allí que prospere en lugares inaccesibles; dicen que no hay mejor sitio para una plaga de obliviscos que una mansión abandonada.
El oblivisco (Obliviscus silentis) es una criatura horizontal, de pocos milímetros de espesor, que se extiende sobre la superficie de los estantes o los muebles. En apariencia inerte, su movimiento es meramente expansivo, como el de ciertos hongos y algas. Medra colonizando nuevos territorios a la manera de una mancha. Llega a alcanzar los tres o cuatro metros de longitud, siempre con un peso ínfimo. Carece de ojos y extremidades, si bien a partir de sus reacciones espasmódicas a la luz del sol se infiere que todo él es una especie de ojo primitivo, una distendida membrana sensible.

Según la creencia popular se alimenta de olvido; las investigaciones científicas corrigen que su alimento principal son las células muertas que viajan en el polvo, la humedad del ambiente y toda clase de sustancias pilosas, en particular pestañas humanas y pelo de gato. Su aparato digestivo es rudimentario y opera gracias a un proceso simultáneo de endósmosis y exósmosis, a través del cual transfiere a su epidermis, en su mayoría intactas, las partículas que ingiere. Muchos desprevenidos confunden al oblivisco con una capa quizá demasiado espesa y abundante de polvo, y no vacilan en pasar sobre su delicado lomo el trapo de la limpieza.

Silencio y oscuridad son condiciones necesarias de su hábitat. Pese al inminente peligro de desmembramiento, el oblivisco no rehúye la caricia, siempre y cuando sea de tipo flotante, casi imperceptible, un deslizarse de la mano sobre el aire cálido que rodea su estructura. Lo parasitan ácaros y otros agentes patógenos, por lo cual los médicos lo desaconsejan como mascota; pero se sabe de ciertos temperamentos melancólicos que gozan de matar las tardes en su compañía.

Se ignora si duerme o si dormir es lo único que hace en la vida. Sus signos vitales son tan insondables como los de la felpa y se mantienen casi sin variación a lo largo de los días. Es inútil espiar a un oblivisco con el fin de descubrir sus movimientos. Sólo se esponja y desenvuelve cuando nos olvidamos de que existe.

Publicado en Letras Libres

martes, 25 de noviembre de 2008

Desconfía de la silla

Plantada en el centro de la habitación
como un monarca impasible que descansa
sobre su propia idea,
y sin embargo humilde y silenciosa,
con esa receptividad de quien esconde
segundas intenciones,
la silla es un altar para la espera.

Muleta y púlpito,
ruina de una nobleza reducida
a polilla,
catedral de movilidad engañosa,
la silla te sujeta a su ilusión
de poltrona,
ancla tus pensamientos
a la esclavitud de un empeño.

La ética del ajetreo inventó la silla
para elevar su reino
unos cuantos centímetros,
para ofrecernos un descanso a medias,
una vigilia incierta,
la verticalidad diezmada que consiente
meras larvas de sueños.

Tarima del estreñimiento,
trono de los que nunca han tenido
en donde caerse muertos,
qué alegría deplorable cuando encuentras
un asiento vacío al abordar el Metro.

No cedas al guiño del confort,
no extiendas tu trasero
a sus brazos abiertos.
Es siempre una celada
para hacer de ti
tan sólo un peso muerto.

Diosa de la inacción,
pedestal que te obliga
a posturas de piedra,
no te derrumbes en la silla,
no caigas en la trampa
de los largos proyectos.

Grillete de madera y cuero,
astuto mascarón del trabajo,
hace que toda tu atención
sea súbdita de un punto,
la manecilla de un horario ajeno.

Cuando tus piernas tiemblen
por su cautiverio,
rompe la silla:
se está electrificando.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Contra los filósofos

No tienen remedio los filósofos, que un día abandonaron su papel desestabilizador, su impulso prometeico, su elaborado incendio, para apagarse y consumirse en el espejismo del rigor. No tienen remedio los filósofos, cuyos cuestionamientos dejaron de ser intempestivos y urgentes, y desde hace tiempo se acumulan en las sombras, encuadernados en tesis campanudas, en cansinos proyectos de investigación. No tienen remedio ni cabida casi, hoy que sus nuevas preguntas, como Aquiles desorientados ante el paso imparable de la tortuga de la realidad, están siempre a la zaga, irremediablemente detrás. No tienen siquiera sentido del decoro, refocilados en lo más alto de las torres de marfil de la academia, planteando sus problemas inocuos, que nadie quiere oír, que no interpelan ni sacuden a nadie, cada vez menos y menos pertinentes que el camello que vacila en el umbral del ojo de la aguja.

No tienen salvación porque les falta enjundia, náusea, arrojo o insolencia; parapléjicos siempre en busca de las muletas de la prueba, burócratas del vértigo, pulgas pensativas hartándose de polvo en el búho disecado de Minerva. No tienen salvación porque abjuraron de la risa, y todavía se atreven a defender, como si nada, que al hombre puede salvarlo su propia reflexión. No tienen remedio porque adoran a esa diosa bastarda, la coherencia, y porque en definitiva ir a la raíz de las cosas es la forma en que los seres rastreros se andan por las ramas.

No tienen remedio porque no han terminado de escribir su nota al pie de página en los Diálogos de Platón; porque optaron por hilar demasiado fino, por agotar la minucia, ser amos y señores de su esotérica parcela, mientras el tren expreso de lo impostergable pasaba ruidosamente frente a ellos.

No tienen remedio ni tampoco perdón, porque se obstinaron en reducir el orificio de su oído para sólo dejar pasar el hilo un tanto frígido de la razón, taponándolo con cera a todo lo que pareciera sugerencia, mito, insinuación. Porque el mareo de sus cavilaciones no los ha llevado a crear un nuevo estilo de pensamiento, una forma distinta de escribir, tan oxidados se encuentran por redactar informes, glosas, comentarios del comentario del comentario. Porque incluso la tecnología, cada nueva criatura proveniente del Valle de Silicón, genera más conceptos, más desajustes en la realidad que todos los filósofos juntos.

No tienen remedio y mucho menos vergüenza, hoy que se les ve tan cómodos e inofensivos en las vacaciones pagadas de los congresos, que al encerrarse a meditar frente al fuego de la chimenea, de espaldas al mundo, con un guiño posiblemente de desprecio a René Descartes, no es sino para la ensoñación de su año sabático.

No tienen remedio, en fin, por tanta gravedad y suficiencia. Por razonables, por bien portados, porque hace siglos que no se caen a un hoyo al mirar las estrellas. No tienen remedio ni futuro los filósofos, porque sencillamente un día, acaso sin saberlo, renunciaron al radicalismo de inventar de nueva cuenta el porvenir.

Publicado en Etiqueta Negra

jueves, 20 de noviembre de 2008

La peluca de Warhol

En la sede neoyorquina de la casa de subastas Christie’s la peluca de Andy Warhol fue vendida a mediados de 2006 por 10,800 dórales, casi el doble de lo esperado. El amasijo de pelos platinados al estilo escobeta o puercoespín, que el artista había comenzado a utilizar a finales de los años cincuenta, alcanzó por segunda vez sus previsibles quince minutos de fama después de brindar un servicio constante y nada discreto a su dueño, quien la convirtió en el emblema de su propia imagen elevada a artículo de consumo. Desde luego la peluca subastada no era la única de su guardarropa (su debilidad por la duplicación y la reproductibilidad técnica lo llevó a acumular más de treinta postizos a punto del erizamiento) y mucho menos la primera: el espécimen vendido correspondía a la década de los ochenta, cuando ya Warhol, borrando las fronteras del arte y la frivolidad, el narcisismo y la autopromoción, no aparecía jamás en público sin la corona pilosa que lo identificaba como un astro del pop. Esa peluca, sin embargo, exhibida para su venta en un maniquí, flotando por así decirlo al margen de los lentes y la cabeza de rasgos toscos pero frágiles que solía portarla, esa peluca, indiscernible de las restantes, precisamente porque es un ejemplar más entre muchos, cobra un cariz peculiar, simbólico, que la aleja de la simple condición de postizo y la vuelve una suerte de fetiche, un penacho a través del cual la impostación y la artificialidad se han asumido como segunda naturaleza.

Se sabe que Warhol comenzó a perder el pelo desde joven. La impasible fábrica de sus folículos se negó muy pronto a producir en serie los filamentos para los que había sido concebida, y si ya el artista en ciernes había manifestado cierta insatisfacción ante su apariencia física, el fantasma arrasador de la calvicie sin duda reafirmó su resolución de cambiar cuanto antes de identidad. Tras exponer en una galería de poca monta el cuadro La Mujer me dio la cara, pero puedo escoger mi propia nariz, el entonces todavía Andrew Warhola dedicaría buena parte de su talento como publicista a reconstruirse, a modelarse según su propio gusto, un proceso de búsqueda estética y también comercial en el que la cirugía plástica y los embustes capilares jugarían un papel destacado, y que terminaría con la supremacía definitiva la apariencia sobre el ser, del glamour sobre el genio, del reciclamiento de imágenes sobre una idea quizá ya demasiado devaluada de originalidad.

Tanto como el bigote de Groucho Marx o el lunar en la mejilla de Marilyn Monroe, la peluca de Warhol se alzaría como un sello inequívoco de la cultura pop estadounidense, pero también como un guiño permanente de irreverencia, simulación y parodia. Más allá de que la calvicie suele asociarse con conservadurismo y confort, y se antoja más propia de un gerente de banco que de un artista de vanguardia, el temprano uso de la peluca por parte de Andy Warhol tiene algo de performance sin fin, reafirma en el plano de la apariencia física un programa estético caracterizado por la apropiación de símbolos, un programa en el que reproducción de ídolos y la transformación de estampas reconocibles, de artículos cotidianos y de circulación masiva, lo mismo que de fotografías de celebridades, dará un nuevo significado a las nociones de copia y repetición en el arte. Warhol no recurre a la peluca, ese polvoroso tótem de la respetabilidad y el poder, ese viejo distintivo de la nobleza, para coronar su asenso incuestionable a las cimas de las Bellas Artes; tampoco lo hace simplemente para disimular, según patrones preconcebidos y aceptados, su calvicie o su presunta fealdad; recurre a la peluca, a un modelo falsamente encanecido, despeinado y se diría barato, fundamentalmente para lograr la efigie inclasificable y astrosa del espantapájaros, del artista que mediante un gesto de auto escarnio y reconstitución, de valentía y ocultamiento, ha hecho de sí mismo una estrella esperpéntica, un mito kitsch inconfundible, una silueta para el merchandising.

La peluca de Warhol tiene algo de reminiscencia dandi. Una vez que la obra y la persona son indistinguibles desde el punto de vista de la enunciación artística, y cada cosa que haga o deje de hacer el autor-personaje repercute como un gesto, como un desplante cargado de segundas intenciones, llevar peluca se antoja una declaración de principios. Hay algo de decadente en la incorporación de un postizo a la propia imagen pública, pero también, en la medida que se trata de un postizo estridente, que no esconde su cualidad impostora y falaz, hay algo de bufonada o de cinismo. En cuanto artista que tiene un pie en los gustos de las masas y del bajo mundo, cuyos referentes reivindica (productos de consumo principalmente, ya sean latas de sopa o estrellas de la farándula prefabricadas), pero que al mismo tiempo estira el otro pie para no quedar fuera de la vida social neoyorquina, de la alta cultura con todas sus recompensas de gloria, exclusividad y fortuna, la peluca permanece como un asidero íntimo, al que ya no cabe calificar de artificial, que le permite moverse de un ámbito al otro sin dejar de ser en ningún momento la disonancia, el hombre que por su actitud irónica nunca encaja del todo, si bien incansablemente coquetea con el status quo a través de guiños de perversa teatralidad.



Aunque la peluca de Warhol, en contra de la lógica del simulacro, no aspira a pasar inadvertida (como sí el bisoñé con que los vejetes aplacan los brillos comprometedores de sus coronillas), terminó por ajustarse con tal naturalidad a su imagen provocadora y amiga de los excesos que en él lo sintético parece la floración misma del cuero cabelludo. Tan perfecto es el acoplamiento de la réplica y lo substitutivo con su apariencia incierta y su piel semejante al látex, que en caso de asistir a una fiesta de pelucas Warhol hubiera tenido que hacerlo, para seguir socavando las expectativas, prescindiendo de la suya, con ese disfraz paradójico de mostrarse tal cual es, exhibiendo sus profundas entradas, la deforestación imparable de su cráneo.

En una época en que la peluca ha perdido casi todas sus connotaciones rituales, y sólo perdura como prenda de la simulación y lo elusivo, Warhol la desempolvó para hacer de sí mismo una mercancía, para jugar, con todo el cinismo que conviene al caso, el juego del consumo sin salir demasiado maltrecho, que en el contexto del arte contemporáneo significa demasiado neutralizado y banal. Sabedor de que algún día terminaría devorado por los engranes de la fama a cuyo perfeccionamiento tanto contribuyó, entusiasmado ante la perspectiva de que su imagen se vendería en las tiendas de disfraces en empaques listos para usarse, o bien como muñeco de acción que en ciertos casos no precisamente sarcásticos haría las veces de pareja de Barbie, quien alguna vez respondiera al nombre de Andrew Warhola optó por envolverse en una maraña de pelo metalizado que al mismo tiempo que facilitaba su resurrección como icono no dejaba de tener la complejidad de un señuelo, de una mistificación irresistible. Artista maquinal que nunca renegaría de sus comienzos como decorador de escaparates, jefe de una fábrica de trabajadores del arte en el que la obra es consecuencia de una cadena de montaje, escrupuloso actor de sí mismo, Warhol contaba con el subterfugio de que su propio rostro adoptaría al fin la forma de su máscara.

Publicado en Metapolítica. www.metapolitica.com.mx