A propósito del libro de Martha
Nussbaum, Sin fines de lucro (Buenos
Aires, Katz, 2010).
¿Quién no adora al ídolo de la
rentabilidad? En su nombre se reorientan las políticas de las naciones, se
reordenan las relaciones laborales, se reforman los programas de estudio. Con
la coartada de propiciar beneficios rápidos y cuantificables, de garantizar el
crecimiento económico y la competitividad en el mercado global, se implementan
una serie de medidas que, por el hecho de incidir directamente en el PIB,
parecen justificarse. Qué importa que esas políticas no contribuyan a mejorar
la calidad de vida, que sean depredadoras y contaminantes, que no promuevan el
bien común a largo plazo; lo decisivo es rendir tributo al ídolo dorado, lo que
cuenta es la caja registradora.
El discurso de
la rentabilidad ha llevado, entre otras cosas, al desdén de las disciplinas
humanísticas, a una tendencia cada vez más generalizada a despreciar su
enseñanza por “inútiles”, reducidas a simples ornamentos en los que no vale la
pena perder el tiempo ni mucho menos invertir. Lo mismo en las escuelas
primarias que a nivel universitario, la filosofía, la literatura y las artes se
encuentran en la picota por el presunto pecado de ser demasiado etéreas, por no
tener los pies en la tierra ni producir beneficios —por “lujosas”, “ociosas”,
“peligrosas”—, por no preparar a los estudiantes para el mundo real. Ya sea a través del célebre Proceso de Bolonia, con
el que se busca normalizar la educación superior europea bajo parámetros que
muchos consideran empresariales, ya sea a través de políticas locales que
destinan menos recursos y propician la desaparición de enteros departamentos
universitarios, la educación humanística está cada vez más amenazada, más
relegada y pauperizada. Tanto en Europa como en Estados Unidos, en Asia como en
México, hay vastas áreas académicas en serio peligro de extinción.
Si en Nueva
York, la universidad estatal SUNY (por sus siglas en inglés) anunció hace
tiempo el cierre de los departamentos de Teatro, Estudios Clásicos, Franceses,
Rusos e Italianos, en México, a través de la RIEMS (Reforma Integral de la
Educación Media Superior), la Secretaría de Educación Pública parece haber dado
un golpe mortal a la filosofía escolarizada. Con el eufemismo de convertirla en
una disciplina “transversal” —que más valdría llamar fantasmal—, materias como ética, lógica, estética e introducción a
la filosofía se esfumarán de las escuelas aún más de lo que ya estaban: un acta
de defunción para lo que había quedado en el abandono, entregado a las
telarañas, y en la práctica se consideraba, al igual que muchos adornos, un
auténtico estorbo.
La pregunta
inmediata que se desprende de este panorama es por qué la rentabilidad debería
ser el principal rasero; por qué lo que antes se concebía como un medio ha sido
elevado a fin supremo. El caso de la China contemporánea, cuyo poderío
económico a estas alturas es incuestionable, bastaría para ponernos sobre
aviso. La rentabilidad puede convivir muy bien con la limitación de las
libertades individuales, con las prácticas comerciales abusivas, con los
regímenes de corte totalitario. ¿Puede entonces perseguirse el beneficio a
cualquier precio? ¿No se corre el riesgo de que la urgencia de rentabilidad y
la ambición lleven a que perdamos en el camino una serie de valores esenciales?
¿No hay en el fondo del discurso hegemónico, con su énfasis ciego en el
intercambio y la explotación (de recursos pero desde luego también de
personas), con su tendencia siempre latente a convertir las relaciones humanas
en relaciones de interés y utilización, una amenaza para los valores
democráticos? ¿Las propias disciplinas humanísticas no tienen nada qué decir
frente a esta inversión de valores que tanto las margina y degrada? ¿Qué hay
más allá de la exigencia de producir ganancias que contrarreste, matice y ponga
en perspectiva la ideología que la entroniza?
Martha Nussbaum,
filósofa de la universidad de Chicago que lleva muchos años interesada en el
declive de las humanidades, ha escrito una sustanciosa y bien documentada
defensa que tiene como objetivo mostrar no sólo por qué la educación
humanística es y ha sido importante a lo largo de la historia, sino en qué
sentido se ha vuelto crucial para el fortalecimiento de las democracias
contemporáneas, para apuntalar una serie de valores civiles a los difícilmente
estaríamos dispuestos a renunciar. De la mano de textos y prácticas educativas
como las de John Dewey en Estados Unidos y de Rabindranath Tagore en la India,
la estrategia argumentativa de Nussbaum se despliega principalmente en dos
frentes: por un lado, pondera el papel de las humanidades en el marco de la
obsesión por el lucro; por otro, muestra las limitaciones de ese marco a fin de
construir un sólido alegato a favor de esas disciplinas en un terreno distinto:
el ético y el político.
El primer frente
se diría que es más débil y circunscrito, puesto que cae dentro de la misma
lógica utilitaria que ha llevado al desprestigio de las disciplinas
humanísticas. Sin embargo, se trata de un frente necesario y a su manera
estratégico, ya que muchas de las políticas educativas han terminado por
regirse por criterios cuantitativos, relacionados de una u otra manera con el
crecimiento económico. Desde la época de Margaret Thatcher, primero en Gran
Bretaña y luego en otros países, la importancia de una disciplina académica se
mide atendiendo a su contribución directa o indirecta a la economía nacional.
Como si la educación no pudiera concebirse más que como parte de un modelo de
mercado y sus beneficios hubieran de equipararse con el de los avances
tecnológicos, los proyectos de investigación se evalúan en términos de
“impacto”, “usuarios externos” y “repercusiones materiales”, mientras que a los
estudiantes se les inculca dirigir sus aspiraciones a la obtención de empleos
bien remunerados. Según Nussbaum, las humanidades son importantes incluso
dentro de este esquema pragmático puesto que el pensamiento crítico y la
capacidad de imaginación se han vuelto pilares de la cultura empresarial. En
sentido contrario a la formación de trabajadores obedientes y bien capacitados
(ejércitos de maquiladores entendidos como engranes de la mecanización
productiva), la rentabilidad de las empresas más exitosas está relacionada cada
vez más con la innovación y el juego, la creatividad y el debate, capacidades
que suelen fomentarse precisamente con la educación humanística. En sentido
inverso sucede algo parecido: aquellas empresas que excluyen de su planta
trabajadora ese perfil de apertura creativa, flexibilidad y recursos críticos,
entran en un rápido estancamiento. De modo que si las universidades están
empeñadas en apegarse a un modelo empresarial, parecería que lo están haciendo
del modo más obtuso y tradicionalista, atendiendo únicamente a la fórmula del
costo/beneficio, sin enterarse de que las empresas innovadoras y de mayor
crecimiento siguen un camino muy diferente.
El segundo
frente de su argumentación es más general, y consiste en señalar los efectos
indeseables que arrojan las políticas de la rentabilidad cuando se extrapolan y
empiezan a regir en los centros educativos, con especial énfasis en las
repercusiones que estas políticas generalizadas tienen en la convivencia
democrática. Glosado en pocas palabras, su punto es el siguiente: llevados por
una avidez unidimensional, los estados nacionales y sus respectivos sistemas de
educación están dejando de lado la formación de ciudadanos críticos, autónomos
y cabales, con la capacidad de cuestionar a los gobiernos que los representan y
de participar activamente en la toma de decisiones. Cuando la sed de ganancia
no se complementa con el ejercicio del pensamiento crítico, termina por hacer
que la democracia penda de un hilo, o al menos la convierte en un elaborado y
—lo sabemos en México— costoso juego
de simulaciones. Sin el desarrollo de las facultades del pensamiento y la
imaginación, los individuos se convierten en meras “máquinas utilitarias”,
aptas para la producción y el consumo, pero cuya participación política se
reduce, cuando mucho, al llenado de una papeleta electoral.
Como ya antes
había argumentado en su libro El cultivo de la humanidad, la educación
humanística contribuye, mediante la “imaginación narrativa” y el “autoexamen
socrático”, al fomento de la empatía, a desarrollar la capacidad de ver a las
personas como un fin en sí mismo y no como un medio. Esta capacidad de ponerse
en el lugar del otro, de entender sus sentimientos, deseos y expectativas, no
sólo modifica la experiencia cotidiana y conduce en el mejor de los casos a que
prevalezca el respeto y la búsqueda de diálogo, sino que también, en una época
en que los problemas que afrontamos tienen alcance mundial, en que los desafíos
ambientales, económicos, políticos y religiosos presentan un marcado cariz
planetario, propicia la formación de “ciudadanos del mundo”, de personas con
conciencia cosmopolita, en cuyo horizonte prevalezcan la razón y la compasión.
Tal vez esa educación humanística no sirva para ganar dinero —concluye la
Nussbaum—, pero sí sirve para generar otro tipo de riqueza: riqueza cultural,
riqueza crítica, riqueza emocional y lógica, que entre otras cosas permite
compensar las falacias, el egocentrismo, la angostura de espíritu y las
prácticas depredadoras y abusivas en que suelen incurrir quienes se orientan
fundamentalmente a la obtención de beneficios económicos.
A pesar de que
aquí y allá, en discursos y estatutos, con fácil insistencia de ritornelo se
encomian y difunden las bondades de los valores democráticos, al mismo tiempo
parece pasarse por alto que ninguna democracia puede fortalecerse y ser estable
si no cuenta con el apoyo de ciudadanos educados para ese fin, con una masa
creciente de ciudadanos críticos, participativos, en estado de alerta. Cuando
falta esta discrepancia y capacidad de juicio —cuando falta propiamente la
ciudadanía—, la democracia no pasa de ser una chapuza, una astracanada
monumental y prestigiosa, detrás de cuya fachada de legalidad y participación
los individuos no son sino puntos porcentuales manipulables por el circo
mediático.
Planteamientos
como el de Martha Nussbaum, que en el fondo no hacen más que traer a cuento la
vieja aspiración de convertir la escuela filosófica —la Academia— en una paideia, en ese ensanchamiento del alma
que nos conduzca a reconocer a todos los seres humanos como nuestros parientes
—el entrenamiento hacia una “humanidad política” en la que el hombre se
reconozca al fin como kosmopolités,
como ciudadano del cosmos—, planteamientos de este tipo, decía, es común que se
desestimen arguyendo que es bastante dudoso que las humanidades generen mejores
ciudadanos, seres humanos más integrales y participativos. Incluso es frecuente
que se llegue al extremo de citar el caso de la Alemania nazi como una muestra
de sociedad educada en los más altos parámetros artísticos, literarios y
humanísticos que, sin embargo, no por ello se convirtió en un paladín de la
empatía hacia el prójimo ni en un campeón de los valores democráticos.
En su libro,
Nussbaum no se distrae con el examen de estas objeciones. Afrontarlas equivaldría,
en última instancia, a remontarse a la época optimista, griega, de la
filosofía, en que el concepto mismo de escuela, de educación, comportaba la
transformación de los niños de ciudad en cosmopolitas adultos, y en que la
verdad no se alcanzaba por éxtasis o revelación, sino a través de la
investigación, las pruebas, los argumentos. Responder a esas críticas supondría
—como en otro contexto ha hecho el filósofo alemán Peter Sloterdijk—desandar el
camino hasta hacer ver en qué sentido la paideia
siempre fue entendida como una educación hacia lo más alto, hacia la amplitud
de miras, hacia la creación de una ciudadanía “de mente elevada”: en suma, como
una introducción a la sensatez adulta que, muchas veces se nos olvida, es lo
que significa la palabra humanitas.
Martha Nussbaum no se ocupa directamente de nada de esto, pero lo implica y lo
sugiere al defender que los valores democráticos están en riesgo con la actual
crisis educativa mundial y, en particular, con el abandono de las humanidades
que esta crisis ha consentido. Y uno de los riesgos principales —vale la pena
insistir en ello— es que en el marco de la urgencia por la rentabilidad, en un
ambiente impregnado de codicia, con los ojos fijos en los indicadores
macroeconómicos, las relaciones humanas terminen reducidas a meros vínculos de
manipulación, explotación y utilización.
En un país como
México (donde por cierto ha amasado su fortuna el hombre más rico del mundo),
podría pensarse que se trata de minucias, que hay problemas y desigualdades más
acuciantes, cataratas de asignaturas pendientes que hay que aprobar antes de
que dejemos que nos quiten el sueño las viejas materias optativas… Sin embargo,
las señales de alarma que arroja la miseria educativa están desperdigadas por
todos lados, y la falta de una columna vertebral humanística se hace evidente
de manera lastimosa y trágica. No es sólo que la estrechez de miras de los
gobernantes haya llevado a la ruina generalizada del sistema escolarizado, ni
que la propia dirigente del Sindicato de Maestros (SNTE), Elba Esther Gordillo,
sea una auténtica maestra en anteponer la manipulación y utilización de las
personas por encima de cualquier ideal formativo. Esas señales de alarma están
también implícitas en los brutales enfrentamientos entre los cárteles de la
droga, en los valores que subyacen a la delincuencia organizada, en esos fines
utilitarios, despiadados e insensibles que, toda proporción guardada, emulan en
clave salvaje a los que se propalan día y noche desde las cúpulas tecnócratas,
siempre tan amigas de sobarle la panza al ídolo de la rentabilidad. Entender al
otro fundamentalmente como un instrumento para obtener ganancias o, en su
defecto, como un obstáculo que se interpone en el camino, no es sino el reflejo
de la incapacidad de ver a las personas como seres humanos y no como objetos.
Los feminicidios en Ciudad Juárez, los inmigrantes secuestrados en su paso
hacia los Estados Unidos, los descabezados y miles de muertos y desaparecidos
de la guerra contra el narco, difícilmente pueden entenderse sin apelar a una
profunda incapacidad de comprensión e interés humano que ya más bien se está
convirtiendo en epidemia nacional.
Hace no mucho,
los dirigentes del SNTE, repentinamente consternados por la “falta de valores”
que priva entre sus filas, decidieron invitar al Dalai Lama para que sirva de
ejemplo y bañe de espiritualidad a sus agremiados. Como era de esperarse, nunca
les pasó por la cabeza la idea de invitar a alguien como Martha Nussbaum a fin
de que los asesore, oriente y también confronte. Y mientras esperaban ser
bendecidos por la súbita revelación de una dimensión espiritual en sus vidas,
los mismos que dicen estar al frente de la educación del país y en cambio han
perpetrado su hundimiento, imponiendo un proceder corrupto y faccioso al interior
del gremio magisterial, se apresuran a tomar medidas que, con el pretexto de
“vivir mejor”, ponen todavía más contra la pared a la ya muy vilipendiada
formación humanística.
3 comentarios:
¡Qué gusto leer tu artículo, Luigi! Justamente estaba por escribir una nota en mi blog sobre el premio a Martha Nossbaum cuando me topé con tu entrada de hoy. Aprecié mucho la claridad en la argumentación y tu muy entretenida prosa.
Coincido especialmente en tu comentario sobre los aparatosos escenarios de nota roja que vivimos y la falta de un desarrollo moral integral en nuestra cultura.
Te invito a seguir y comentar las entradas de nuestro blog: http://filosofiacobaep.blogspot.mx/
Bien. Pero la rentabilidad y la lógica económica no es la única amenaza. No pocas veces lo han sido también las ciencias "exactas", enemigas de la incertidumbre y lo no mensurable por escalas precisas.
Completamente de acuerdo. Las humanidades no son parte de un mundo ideal, aparte o caduco; son las que develan lo mejor de nuestra especie, la que da propósito social a las ciencias exactas (punto en el que discrepo con JHT, quien escribe más arriba, pues las ciencias duras, de ninguna manera, son opuestas a las humanidades ni son "enemigas" de los no mensurable). Sobre el asunto de la rentabilidad, especialmente en México, creo que hasta para saber chingar al prójimo para enriquecerse uno mismo se necesita un tantito de visión: el capitalista CEO invierte, el capitalista miserable cuenta chiles (eso sí, también está el sempiterno problema de la mercancía... cuando uno se asume como tal, la cosa ya se fue al demonio).
En fin, muchas gracias y felicidades por el ensayo.
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