Texto a propósito de la obra de Iñaki Bonillas, Días de campo, incluido en el libro Archivo J.R. Plaza (2012), como parte de su exposición en el Virreina Centre de la Imatge de Barcelona.
Extender el mantel sobre el pasto.
¿Hay una estampa más precisa, más sugestiva, de los días de campo? ¿Hay un
gesto que retrate mejor su dualidad? Viajamos a la intemperie con la ciudad a
cuestas; recorremos kilómetros para exponer al sol el contenido de nuestros
cajones.
Los cubiertos, el tarro de mostaza,
incluso el termo, brillan con otra luz sobre el mantel a cuadros del picnic.
Demasiado acostumbrados a la penumbra, se diría que brillan a causa de su
propia palidez. ¡Y pensar que hemos de vernos también un poco así, enmohecidos,
blancuzcos, deslumbrados, como la botella de vino recién salida del sótano!
Todas esas telas y manteles sobre
el terreno, ¿no hacen las veces de membrana? Necesitamos algo que regule la
invasión del entorno; no únicamente de las hormigas y la tierra, sino del
exterior en sí, de su presencia avasallante. La naturaleza, no importa que nos
hayamos tendido en un camellón en medio del tráfico, parece siempre dispuesta a
engullirnos, a colonizarnos.
Qué frágil se antoja la burbuja con
la que nos internamos en la naturaleza, y qué difícil es en realidad
desembarazarse de ella, romperla o dejarla atrás, como si fuera al mismo tiempo
coraza y escafandra.
Y una vez en el campo, un tanto
intoxicados por la pureza del aire, nadie sabe muy bien qué hacer. Damos
vueltas, cruzamos las piernas, nos revolvemos, quitamos esa piedrita debajo del
mantel. Se diría que cada quien está buscando su puesto, que de un modo oscuro
quisiéramos poner en escena célebres cuadros sobre la hierba, ya sea de Monet o
de Manet.
Los hombres, decía Oscar Wilde, no
ven la niebla porque haya niebla, sino por los poetas y pintores que les
enseñaron los misterios encantadores de sus efectos (“The Decay of Lying”). El
campo –por
ejemplo el de los alrededores de la ciudad de México– existe sobre todo en
cuadros y viejas fotografías.
Cada vez resulta más difícil llegar
al campo, cada vez la mancha urbana lo hace parecer ¿más? un espejismo, una
suerte de dimensión aparte, a la que no conduce ninguna carretera; cada vez más
el campo se antoja un paraíso artificial.
Después de todo, ¿hay en verdad un
campo allá afuera? Se trata, más que nada, de algún tipo de actividad: excursiones en bicicleta,
bádminton contra el viento, zambullidas en el riachuelo, caminatas. El campo
reducido a una especie de hobby.
La afición por salir a la
intemperie, al aire puro, degeneró en el “mal del ímpetu”, ese frenesí
campestre que ridiculizó Iván Goncharov. Siglo y medio después ya no se busca
la tranquilidad campirana, sino las emociones al límite, los deportes extremos,
¡el gotcha!
Si, para Max Jacob, “el campo es
ese lugar donde los pollos se pasean crudos”, ahora, en la era de las granjas
industriales, sólo nos cruzamos con excursionistas en bermudas, las piernas
lívidas, la carne de gallina.
Al parecer, hay una suerte de
necesidad de horizonte, una necesidad un tanto “animal” de distancia. Los
rebaños, si hay que creer a Thoreau, procuran siempre nuevos y más amplios
pastizales. Volvemos al campo en parte porque nos hace falta profundidad de
campo.
Dejar atrás el tráfago de la urbe,
su neurosis asfaltada, su fragor, en busca de un poco de aire fresco. Y ser
recibidos, como le sucedió a Joyce Carol Oates, por un súbito ataque de
taquicardia (“Against Nature”).
Los días de campo no dejan de ser
cómodas excursiones al perímetro de una maceta. Merodeamos a la orilla de la
carretera, nos detenemos en los umbrales secretos de los bosques. Viajamos
grandes distancias, hundimos el dedo en el lodo y, entonces, creemos estar en
contacto con la naturaleza.
Aun si sólo vamos al bosque de
Chapultepec, cargamos con nuestra brújula. Precisamos convencernos de que no
estamos en un set.
Los fines de semana campestres y su
atmósfera de vuelta a la inocencia. Soñamos con desprendernos de la mochila de
la civilización, reconciliarnos con los buenos salvajes que fuimos, vegetar en
consonancia con la naturaleza. No tardan en despertarnos los mosquitos.
Más de la mitad del atractivo de un
picnic radica en los preparativos. Mientras empacamos, mientras tachamos la
lista de pendientes, todavía estamos bajo la ilusión de poder situarnos a la
orilla del tiempo.
Escapar de la corriente de la
frase, romper con el estribillo de la rutina, torcerle el cuello al automatismo
de la sintaxis. El viejo y cándido entusiasmo de montar nuestro campamento en
un paréntesis.
El campo como una región de la
nostalgia. Esos parajes soleados entre los árboles, esos arroyos todavía
cristalinos, ¿no son los mismos que cruzamos cuando niños? ¿No son los que
encantaban a nuestros abuelos? ¿No fue allí donde se encontraron cromañones y
neandertales? Haría falta un nuevo GPS para no extraviarse entre tantas
mistificaciones.
Incluso los años trascendentalistas
de Thoreau en el bosque no fueron sino un experimento, y el libro resultante, Walden, un ejercicio pionero de ficción.
Construyó su cabaña solitaria a un par de kilómetros del pueblo donde nació, en
Concord, Massachusets, casi se podría decir que en el patio trasero de su casa.
Y cada tanto regresaba a tomar el té y galletitas…
¿Quién,
de niño, después de haber pasado un domingo en la casa del árbol, no volvía
diciendo que había estado en el bosque?
En toda fogata hay siempre algo de
cavernícola: tapetes que remiten a las pieles de bisonte; dificultades de
encendido como en los tiempos del pedernal; historias después de una larga
cacería (aunque sea de mariposas). ¿Y si se descubriera que ya desde la edad de
piedra la comunión frente al fuego consistía en asar bombones?
“Soy incapaz de emocionarme con los
vegetales”, le escribe Baudelaire a Fernand Desnoyers cuando éste le solicita poemas para una antología sobre la naturaleza. “Nunca creeré que el alma de los dioses habite en las plantas”,
le confiesa. Y a cambio de versos sobre “hortalizas sacralizadas”, a cambio de
ejercicios de poesía romántica, le envía un par de poemas sobre el ocaso y el
amanecer en París, sobre la urbe entendida como estepa o jungla, plagada de
bestias feroces que rugen sedientas al salir del trabajo, de tribus de
caníbales a la vuelta de la esquina acechando a sus víctimas (Baudelaire, Correspondencia).
La naturaleza es una madre que en
gran medida nos hemos inventado. Una madre postiza, una madre a la que
imploramos y reverenciamos, a cuyas faldas quisiéramos acogernos cuando nos
sentimos huérfanos. Regar las plantas, cultivar un jardín, son los rituales con
que nutrimos ese mito.
En la naturaleza no encontramos la
menor resonancia. Gritamos en la cañada para escuchar nuestro eco, pero ella no
tiene interés en nosotros y, como una enorme boca que bosteza, nos da la
espalda.
Qué imperturbable parece la
superficie del agua antes de arrojarle guijarros; qué insensible se antoja la
bóveda celeste ante nuestras alegrías, ante nuestras desdichas. Por eso hacemos
incisiones en los troncos, por eso tallamos las piedras y escribimos: “Yo
estuve aquí.”
No falta quien vuelva al campo sólo
por el placer de orinar a la intemperie.
Paisajes rocosos que nos devuelven
a la infancia; árboles que rodeamos como si se tratara de parientes lejanos, de
antepasados que eligieron la inmovilidad; y esa sensación un tanto previsible
de paz que sobreviene cuando las cigarras se callan, y parece que el mundo se
hubiera detenido por la acción de un interruptor. Todo lo que encontramos en el
campo de algún modo lo hemos llevado allí.
¿Quién, al tenderse a contemplar
las nubes, no lo ha hecho para mirar de cerca el paso de sus pensamientos?
Aplastamos una hormiga con la punta
del dedo, medimos nuestra pequeñez contra un sauce majestuoso. Pero la
naturaleza no admite esa clase de comparaciones; es un absoluto ante el cual
nada de lo humano puede ser medido.
Cuando uno se
aparta del camino y se pierde en el bosque, corre al primer oasis de cemento.
El campo no es más que una
superstición de la ciudad. De regreso a casa, pero ya desde la carretera
flanqueada por árboles raquíticos, cubiertos de hollín, sentimos que la
excursión no tuvo lugar, que todo fue tan fugaz como una burbuja, que nunca
estuvimos allí.
Volvemos del campo con una rama,
una piña fragante, una piedra con forma de montaña. En compensación, como souvenir invertido, aportamos una
colilla, un pañuelo sucio, corcholatas.
Los restos del picnic: migajas,
botellas vacías, bolsas de plástico. A veces los rescoldos de una fogata. Hoy
muchos se preocupan por recogerlos, por no dejar ninguna huella. Sin embargo,
en su intrusión, en su presencia contaminante, había también un no sé qué de
bucólico.
Irse y dejar la mesa puesta sobre
el pastizal. Irse y dejar los utensilios, los manteles, las velas -–la
parte civilizada que hay en nosotros, nuestra mitad enguantada–,
a expensas de los elementos.
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