miércoles, 22 de febrero de 2012

El arte de citar en Montaigne y a Montaigne


En una discusión reciente sobre el tema del plagio se me ocurrió desempolvar y traer a cuento la figura de Montaigne y su forma de citar y enmascarar los muchos préstamos que hay en los Ensayos. La idea era mostrar que un autor que está en el origen de la modernidad, no sólo hace suyas y se apropia de frases ajenas para su conveniencia, sino que además se preocupa por ocultarlas y no revelarlas. Ante la idea de Aurelio Asiain de que habría que distinguir entre plagio y apropiación ("el plagio —dice— es una usurpación consciente que supone la ignorancia del lector, la apropiación no esconde la mano") escribí en su blog que esa distinción no necesariamente se sostiene, pues “hay quienes hacen apropiaciones y al mismo tiempo esconden la mano, como Montaigne; baste recordar ‘De los libros’:

“De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.”

Después comento:

“Montaigne, en sus Ensayos, encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista, como en el caso de las apropiaciones de Gironella y muchos más, que cuentan con que el juego se sobreentienda de inmediato. En este sentido, Montaigne sería un plagiario, aunque nadie en su sano juicio lo condenaría.”

Asiain, en un texto intitulado “Tramposamente”, en el que me achaca toda clase de triquiñuelas y marrullerías argumentativas, escribe: “para afirmar que Montaigne ‘encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista’, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas”:

“Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables."

"Montaigne —prosigue Asiain— no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.”

Mi respuesta, percibiendo que Asiain sólo veía la paja de la trampa en el ojo ajeno, fue la siguiente:

“Más allá de que hay varias versiones de ese párrafo, cité ese fragmento no para ocultar ni tergiversar nada, sino para enfatizar uno de los lados del proceder de Montaigne. Es verdad que, como haces notar, por un lado Montaigne quiere evitar escudarse en la autoridad de los autores antiguos, pero también, por otro lado, quiere que critiquen a Séneca creyendo que lo critican a él. Esto último sólo se conseguiría partiendo de que las citas no pueden reconocerse de inmediato ni son para todos sus lectores transparentes. Aquí, no sin astucia, citas un poco más en extenso el texto de Montaigne para llamarme tramposo y hacer creer que esa segunda intención de enmascaramiento (y de emboscada tendida a los pedantes) no la tenía.”

Me parece, entonces, que no está de más copiar íntegras las dos versiones centrales de ese párrafo —hay más, con ligeras variantes; recuérdese que Montaigne corregía y corregía su libro— para mostrar que, en efecto, con la treta de citar un poco más y acusarme de eliminar lo inconveniente, Asiain hace la trampa de hacernos creer que Montaigne no practicaba precisamente lo que se opone directamente y no encaja con su discurso.

En la edición de Burdeos el párrafo reza así (cito ahora la espléndida traducción J. Bayod Brau, de El Acantilado):

“Así pues, no garantizo ninguna certeza, salvo dar a conocer hasta dónde llega en este momento lo que conozco. Que no se preste atención a las materias, sino a la forma que les doy y a la creencia que tengo al respecto. Lo que arrebato a otros, no lo arrebato para hacerlo mío; aquí no pretendo sino razonar y juzgar. Lo restante no incumbe a mi papel. No pido nada salvo que se vea si he sabido elegir lo que cuadraba exactamente con mi asunto. Y el hecho de que a veces esconda expresamente el nombre del autor, en aquello que tomo prestado, se debe a que pretendo poner freno a la ligereza de quienes se dedican a juzgar de todo lo que se presenta, y, por no tener una nariz capaz de probar las cosas por sí mismas, se detienen en el nombre del artífice y en su reputación. Quiero que escarmienten condenando a Cicerón o a Aristóteles en mí.”

En la versión de 1595, Montaigne sustituye algunas líneas y añade lo siguiente:

“Que se vea, en lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué dar valor o auxiliar propiamente a la invención, que procede siempre de mí. En efecto, hago decir a los demás, no como guías sino como séquito, lo que yo no puedo decir con tanta perfección, ya sea porque mi lenguaje es débil, ya sea porque lo es mi juicio. No cuento mis préstamos; los peso. Y, si hubiese querido valorarlos por su número, me habría cargado con dos veces más. Todos ellos, o casi, son de nombres tan famosos y antiguos que me parece que se nombran suficientemente sin mí. Si trasplanto alguna razón, comparación y argumento a mi solar y los confundo con los míos, oculto expresamente al autor, para poner coto a la ligereza de esas opiniones altivas que se abalanzan sobre toda clase de escritos recientes de hombres aún vivos y en lengua vulgar —ésta admite que cualquiera hable de ellos, y parece demostrar que también la concepción y el designio son vulgares—. Quiero que le den un golpe a Plutarco en mi nariz, y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. Tengo que embozar mi debilidad bajo estas grandes autoridades. Me gustaría que alguien supiera desplumarme, quiero decir por claridad de juicio y por la simple distinción de la fuerza y la belleza de las palabras. Pues yo que, por falta de memoria, me quedo siempre corto distinguiéndolas, por conocimiento de origen, sé muy bien percibir, al medir mi capacidad, que mi terruño de ninguna manera es capaz de ciertas flores demasiado ricas que encuentro sembradas en él y que todos los frutos de mi cosecha no podrían igualar.”

Pero ese párrafo un tanto denso y enredado no es, desde luego el único lugar en donde Montaigne expresa su práctica de ocultar las frases que toma prestadas. En el ensayo “La fisonomía” vuelve a la idea y la suscribe con toda claridad (marco en negritas lo que me parece crucial, sin fragmentar el párrafo para que luego no se me acuse de mañoso):

“Un presidente se jactaba, en presencia mía, de haber acumulado doscientas y pico citas ajenas en un decreto presidencial. Al proclamarlo, destruía la gloria que le rendían por él. Yo oculto mis robos y los disfrazo. Y si declaro alguno es para ocultar el doble... Y a veces los mezclo y oculto en mi camino con tanta propiedad que se requiere buena vista, y haberlos manejado a menudo, para distinguirlos.

Está aquí todo: el robo y el disfraz, la apropiación y la imposibilidad de reconocerlos a primera vista. En la variante de 1588 agrega, a propósito de la jactancia citadora del presidente referido:

“Una pusilánime y absurda jactancia, a mi entender, en tal asunto y en tal persona. Yo hago lo contrario y, entre tantos préstamos, me agrada mucho poder ocultar alguno, disfrazándolo y deformándolo para darle un nuevo servicio. A riesgo de dejar decir que lo hago por no haber entendido su uso original, le confiero cierta orientación particular, para que así no resulte completamente ajeno. Como hacen quienes roban caballos les pinto la crin y la cola, y a veces los dejo tuertos; si el primer amo se servía de ellos como bestias de ambladura, yo los pongo al trote, y les pongo con un basto, si servían con silla.”

No es difícil encontrar pasajes parecidos en los tres volúmenes de los Ensayos, pues era una práctica común en Montaigne, una suerte de “principio compositivo”. Tampoco es díficil hoy, con la ayuda de cualquier edición crítica, ubicar la mayoría de sus plagios, de sus robos disfrazados y de sus préstamos torcidos, pues los eruditos los han rastreado y sacado a la luz. Y aunque Montaigne confiesa y revela de tanto en tanto su proceder, a lo largo de su libro se dedica a hacer alegremente eso que para muchos es un fraude muy muy grave: citar sin dar el reconocimiento y además hacer todo lo posible por ocultarlo.

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