miércoles, 30 de septiembre de 2009

Twitter o el imperio de la banalidad


Desconfío del Twitter porque está condenado a ser un registro de los tiempos muertos de cada individuo conectado a Internet: la gente suele relatar sus actividades justo cuando no hace gran cosa ("Mastico un chicle bomba", "Miro largamente mis uñas"), de modo que o bien la actividad que describo es tan poco absorbente que me permite hacer su recuento en "tiempo real", o bien es a tal punto absorbente que no tiene cabida en el Twitter. Los cuernos del dilema de esta nueva interfaz conducen inevitablemente hacia lo inane, hacia un simple encabezado que no tiene texto debajo. Lo demás es alarde, minificción o necesidad desperada de reconocimiento.

¿Qué estás haciendo? La pregunta que plantea esta red social puede parecer inocente, incluso trivial. Pero la avalancha de respuestas que ha provocado, con millones de personas describiendo en pocas palabras sus actividades cada segundo, casi se diría compulsivamente, habla de una época dominada por la simplificación, lo mismo que por el morbo. Descreo del Twitter porque quien desde su teléfono móvil o desde sus horas de hastío frente a la computadora ha creído urgente propagar por el ciberespacio –-esa versión high-tech de los cuatro vientos-– el curso de su vida, no hace sino aportar su granito de arena a la construcción del gran castillo de la banalidad.

Desapruebo el Twitter porque allí la existencia no tiene la menor entidad sino hasta que es contada telegráficamente; porque cualquier acción carece de sustancia hasta que deja una estela escrita. Aborrezco el Twitter porque, al igual que esos turistas que nunca están plenamente en el lugar que visitan, tan preocupados se encuentran por tomar la foto que dé fe de que estuvieron allí, los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo.

Tal vez no esté mal que haya ventanas, pero las que abre el Twitter se antojan demasiado angostas y mal orientadas; mirillas para acercarse no al secreto de la intimidad sino a la extroversión de lo insulso. La reducida caja tipográfica de esa especie de microblog, que sólo admite ciento cuarenta caracteres, en vez de propiciar el laconismo, la frase bien afilada en el pedernal del misterio, el epigrama trabajado por los ácidos de la mala leche y que se precipita como un veneno, da pie a las oraciones más simples –-sujeto-verbo-predicado, cuando mucho–, a un gorjeo monótono. No por nada twitter significa eso: "gorjeo", que, con perdón de los pájaros, designa también los esfuerzos destemplados del niño cuando empieza a hablar.

No me gusta el Twitter porque, aunque se presente como una ocasión para el encuentro, ofrece un nuevo pretexto para el aislamiento. Como otras redes sociales (Facebook, Hi5, Chat), promete la sociabilidad espectral de lo inalámbrico, la gélida camaradería de las pantallas electrónicas, la compartimentación de los afectos humanos transmitidos vía satélite.

Se ha hablado de las repercusiones de esta bitácora miniatura en lo que ya con cierta superstición denominamos "la realidad": su potencial para cambiar las cosas, para organizar revueltas en una sola tarde. Pero las revueltas se gestan con o sin mensajes sms, y al final lo que circula en el Twitter tiene tan poca incidencia que nadie le presta demasiada atención. Por eso me eriza la piel, porque todo allí es fútil y evanescente, como si no hubiera tenido lugar. Prueben si no a revelar sus crímenes (o sus planes de cometerlos). No pasa nada, ni siquiera responde el eco.

¿Qué es entonces lo que desfila día y noche por el Twitter? Además de cables noticiosos y "revelaciones" sensacionalistas, lo que abunda son gritos de auxilio de solitarios que no saben cómo desenchufarse; indicios dejados a la vista de todos con los cuales reconstruir los múltiples itinerarios de la trivialidad; confesiones voluntarias de quienes han comprendido que sus movimientos son vigilados y a la vez poco importan. Antes de escribir estas líneas desdeñaba vagamente la moda del Twitter, pero ahora la detesto. Porque encarna el triunfo de la acción sobre la crítica, del chisme sobre el enigma, de la descripción sobre la insinuación, de lo inmediato sobre lo imposible, el Twitter condensa el signo trágico de la impudicia de la sociedad contemporánea: canales de comunicación siempre abiertos para personas que no tienen nada que decir, para individuos aislados paradójicamente por la tecnología a los que, ay, sólo les queda el consuelo del gorjeo.

Busca este y otros textos en el número 75 de Etiqueta Negra.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Merda d'artista


A veces encontramos reunidos en una sola persona todos los vicios, defectos y manías del hombre de genio, sin que por ningún lado se insinúen las aptitudes correspondientes.

Quizá lo que llamamos inspiración es sólo un cambio en la temperatura de la mente. Esos centígrados de más (o de menos) que hacen que las cosas se vuelvan plásticas, moldeables.

Le debemos al odio mejores piezas de arte que al amor.

Soñar en una obra durante mucho tiempo es la única disciplina digna del artista.

Pulsar las cuerdas del corazón ajeno es tomarse demasiadas libertades con un instrumento cuya caja de resonancia no sabemos si está desvencijada.

Póngase cualquier objeto ­—así sea una obra de arte o un trozo de excremento— detrás de un telón, custodiado y bajo llave, y los hombres se arremolinarán intrigados. Póngase el mismo objeto sobre un pedestal, e inmediatamente se verá rodeado de animadversión y recelo.

¡Si la imposibilidad de hacernos cosquillas a nosotros mismos se extendiera al reino de las ideas, de modo que fuera imposible sentir alborozo ante las propias ocurrencias!

Lo que uno admira muchas veces en el arte es el talento para crear nuevas maneras de equivocarse.

Todos esos artista de lo efímero confían para sus adentros en que sus obras perdurarán en forma de leyenda.

También existe la tentación de ser odiados por el público.

Hay obras de arte que, como plantas de sombra, sólo prosperan al interior de la cabeza.

Los escombros suelen ser más bellos que las estatuas. Pero alguien que los ofrece como una nueva forma de arte se priva del placer de derribarlas.

En estos tiempos de reciclaje, las industrias más florecientes del arte serían una agencia de demoliciones y otra de saqueadores de escombros.

Inútil repetir que la percepción de la belleza se altera con los años. Pero que se contorsione violentamente justo de después de la cena parece un signo de nuestro tiempo.

Cada nueva generación vuelve más inmortal una obra con su desprecio.

Los nuevos molinos de viento contra los que ha de luchar el arte son su propio respeto ante los gigantes de la banalidad que él mismo ha edificado.

El arte ha sido reducido al gesto de mostrar una porción de lodo con guante blanco.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Desde las vísceras


Los peores esperpentos han visto la luz con el pretexto de la “expresión artística”. No hay que remitirse a la etimología para advertir que en la idea misma de ex/presión hay algo de impulso incontenible, un no sé qué que se agita o está en efervescencia y de lo que hay que liberarse, una fuerza interior que necesita abrirse paso y hacer eclosión gloriosamente. Con un poco de mala leche podría señalarse que eso es justo lo que pasa cuando se apodera de nosotros una arcada y el vómito hace las veces de una presión que busca su válvula de escape.

Cada vez que un artista o escritor insiste en que hacía tiempo que en sus entrañas se revolvía “una necesidad expresiva”, me pregunto si no le estará cayendo mal algo en su dieta. Pero mi suspicacia guasona se transforma en prevención y a veces en alarma cuando lo dice para subrayar la “vivacidad”, la “violencia indomable” con la que cree haber gestado su obra; si ese es el caso, prefiero dar dos o tres pasitos cautos hacia atrás, no vaya a ser que me salpiquen los restos volcánicos que se acumulaban en sus entrañas. Como ya alguna vez había ironizado Gilbert K. Chesterton, “puede ser natural que el artista desee liberarse de su arte, sobre todo si consideramos lo que es a veces ese arte”.

No tengo nada en contra del arte que ha surgido de las vísceras. Después de todo puede ser preferible al que nace del cálculo, las demasiadas contemplaciones o la maquinación (si bien con frecuencia pasamos por alto que el cerebro también es una víscera, la más prestigiosa y altiva, pero víscera al fin); el problema es cuando la misma necesidad expresiva, con todo lo que tiene de urgencia y de imperioso, se convierte en la justificación estética de un bodrio nauseabundo, que ensucia la pared de un museo o la página de un libro como una humedad de procedencia dudosa o una mancha roschard que se resiste a la interpretación. Y todo sea por el alivio que ahora experimenta el creador en su tubo digestivo, un tubo que, por azares de la naturaleza, coincide con aquel en donde se forman las palabras.

Entre la necesidad de expresión y la obra de arte hay un trecho larguísimo de talento, tiempo y oficio que pareciera cada vez más fácil obviar. En esta época de desorientación y valores fluctuantes, en esta época que, como había vaticinado Nietzsche, marca la debacle de una forma obsoleta de entender el mundo y sin embargo no está capacitada para gestar una nueva, cualquier cosa, incluso una catarata de vómito (debidamente enlatada o no), vale como expresión del genio del artista. Pero he allí que ese genio que ha conseguido expresar todo lo que había en su interior y se esfuerza en sonreír a pesar de los serios retortijones que lo doblan por dentro, no ha de ufanarse demasiado, pues él también es la expresión de algo más grande y arrollador, del Zeitgeist o clima intelectual, por ejemplo, o del juego entre la estructura y la superestructura de los medios de producción. Ya se sabe: siempre que uno se jacta de estar expresando su yo más íntimo, hay una teoría estética que viene a aguarnos la fiesta y a decirnos que nosotros mismos, con toda nuestra arrogancia y afán de originalidad, no somos más que expresión de algo que nos rebasa, un grumo a través del cual se manifiesta el Espíritu.

Al igual que la inspiración o las decrépitas musas, la expresión de uno mismo como fundamento de la creatividad es uno de esos equívocos que se propagaban con la suficiencia y autoridad de Perogrullo. Pero tanto como el aliento del furor poeticus de la antigüedad, que a estas alturas nos resulta demasiado fétido de tan enmohecido, la idea de expresión artística tiene algo de filisteo y adolescente, es decir, de bochornoso, al grado de que podría afirmarse que a partir de las vanguardias de principios del siglo XX no hay disciplina artística que no haya emprendido una lucha encarnizada precisamente contra la idea de expresión. Con algo de celo quirúrgico, como quien aísla un tumor maligno, se ha recurrido a la permutación azarosa o a la estocástica, al poema encontrado o al readymade, a los constreñimientos olupianos o al detournement, y todo con tal de eludir ese rubor: que la obra tenga algo que deberle a la necesidad expresiva.

Como lo sugirió Georges Perec y antes no cesaron de repetirlo Marcel Duchamp y John Cage, mejor ceñirse a un regla fastidiosa pero autoimpuesta que caer en la complacencia del que busca expresarse a toda costa; mejor trabajar tras las rejas de lo aleatorio o lo azaroso, de lo que no está bajo nuestro control, que creer que la libertad artística se consigue mediante el acto de liberarse: un acto al fin y al cabo de impudor, que no en balde es fácil confundir con una trompetilla.

Publicado originalmente en la revista Fahrenheit.