lunes, 7 de septiembre de 2009

Desde las vísceras


Los peores esperpentos han visto la luz con el pretexto de la “expresión artística”. No hay que remitirse a la etimología para advertir que en la idea misma de ex/presión hay algo de impulso incontenible, un no sé qué que se agita o está en efervescencia y de lo que hay que liberarse, una fuerza interior que necesita abrirse paso y hacer eclosión gloriosamente. Con un poco de mala leche podría señalarse que eso es justo lo que pasa cuando se apodera de nosotros una arcada y el vómito hace las veces de una presión que busca su válvula de escape.

Cada vez que un artista o escritor insiste en que hacía tiempo que en sus entrañas se revolvía “una necesidad expresiva”, me pregunto si no le estará cayendo mal algo en su dieta. Pero mi suspicacia guasona se transforma en prevención y a veces en alarma cuando lo dice para subrayar la “vivacidad”, la “violencia indomable” con la que cree haber gestado su obra; si ese es el caso, prefiero dar dos o tres pasitos cautos hacia atrás, no vaya a ser que me salpiquen los restos volcánicos que se acumulaban en sus entrañas. Como ya alguna vez había ironizado Gilbert K. Chesterton, “puede ser natural que el artista desee liberarse de su arte, sobre todo si consideramos lo que es a veces ese arte”.

No tengo nada en contra del arte que ha surgido de las vísceras. Después de todo puede ser preferible al que nace del cálculo, las demasiadas contemplaciones o la maquinación (si bien con frecuencia pasamos por alto que el cerebro también es una víscera, la más prestigiosa y altiva, pero víscera al fin); el problema es cuando la misma necesidad expresiva, con todo lo que tiene de urgencia y de imperioso, se convierte en la justificación estética de un bodrio nauseabundo, que ensucia la pared de un museo o la página de un libro como una humedad de procedencia dudosa o una mancha roschard que se resiste a la interpretación. Y todo sea por el alivio que ahora experimenta el creador en su tubo digestivo, un tubo que, por azares de la naturaleza, coincide con aquel en donde se forman las palabras.

Entre la necesidad de expresión y la obra de arte hay un trecho larguísimo de talento, tiempo y oficio que pareciera cada vez más fácil obviar. En esta época de desorientación y valores fluctuantes, en esta época que, como había vaticinado Nietzsche, marca la debacle de una forma obsoleta de entender el mundo y sin embargo no está capacitada para gestar una nueva, cualquier cosa, incluso una catarata de vómito (debidamente enlatada o no), vale como expresión del genio del artista. Pero he allí que ese genio que ha conseguido expresar todo lo que había en su interior y se esfuerza en sonreír a pesar de los serios retortijones que lo doblan por dentro, no ha de ufanarse demasiado, pues él también es la expresión de algo más grande y arrollador, del Zeitgeist o clima intelectual, por ejemplo, o del juego entre la estructura y la superestructura de los medios de producción. Ya se sabe: siempre que uno se jacta de estar expresando su yo más íntimo, hay una teoría estética que viene a aguarnos la fiesta y a decirnos que nosotros mismos, con toda nuestra arrogancia y afán de originalidad, no somos más que expresión de algo que nos rebasa, un grumo a través del cual se manifiesta el Espíritu.

Al igual que la inspiración o las decrépitas musas, la expresión de uno mismo como fundamento de la creatividad es uno de esos equívocos que se propagaban con la suficiencia y autoridad de Perogrullo. Pero tanto como el aliento del furor poeticus de la antigüedad, que a estas alturas nos resulta demasiado fétido de tan enmohecido, la idea de expresión artística tiene algo de filisteo y adolescente, es decir, de bochornoso, al grado de que podría afirmarse que a partir de las vanguardias de principios del siglo XX no hay disciplina artística que no haya emprendido una lucha encarnizada precisamente contra la idea de expresión. Con algo de celo quirúrgico, como quien aísla un tumor maligno, se ha recurrido a la permutación azarosa o a la estocástica, al poema encontrado o al readymade, a los constreñimientos olupianos o al detournement, y todo con tal de eludir ese rubor: que la obra tenga algo que deberle a la necesidad expresiva.

Como lo sugirió Georges Perec y antes no cesaron de repetirlo Marcel Duchamp y John Cage, mejor ceñirse a un regla fastidiosa pero autoimpuesta que caer en la complacencia del que busca expresarse a toda costa; mejor trabajar tras las rejas de lo aleatorio o lo azaroso, de lo que no está bajo nuestro control, que creer que la libertad artística se consigue mediante el acto de liberarse: un acto al fin y al cabo de impudor, que no en balde es fácil confundir con una trompetilla.

Publicado originalmente en la revista Fahrenheit.

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