
Desconfío del Twitter porque está condenado a ser un registro de los tiempos muertos de cada individuo conectado a Internet: la gente suele relatar sus actividades justo cuando no hace gran cosa ("Mastico un chicle bomba", "Miro largamente mis uñas"), de modo que o bien la actividad que describo es tan poco absorbente que me permite hacer su recuento en "tiempo real", o bien es a tal punto absorbente que no tiene cabida en el Twitter. Los cuernos del dilema de esta nueva interfaz conducen inevitablemente hacia lo inane, hacia un simple encabezado que no tiene texto debajo. Lo demás es alarde, minificción o necesidad desperada de reconocimiento.
¿Qué estás haciendo? La pregunta que plantea esta red social puede parecer inocente, incluso trivial. Pero la avalancha de respuestas que ha provocado, con millones de personas describiendo en pocas palabras sus actividades cada segundo, casi se diría compulsivamente, habla de una época dominada por la simplificación, lo mismo que por el morbo. Descreo del Twitter porque quien desde su teléfono móvil o desde sus horas de hastío frente a la computadora ha creído urgente propagar por el ciberespacio –-esa versión high-tech de los cuatro vientos-– el curso de su vida, no hace sino aportar su granito de arena a la construcción del gran castillo de la banalidad.
Desapruebo el Twitter porque allí la existencia no tiene la menor entidad sino hasta que es contada telegráficamente; porque cualquier acción carece de sustancia hasta que deja una estela escrita. Aborrezco el Twitter porque, al igual que esos turistas que nunca están plenamente en el lugar que visitan, tan preocupados se encuentran por tomar la foto que dé fe de que estuvieron allí, los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo.
Tal vez no esté mal que haya ventanas, pero las que abre el Twitter se antojan demasiado angostas y mal orientadas; mirillas para acercarse no al secreto de la intimidad sino a la extroversión de lo insulso. La reducida caja tipográfica de esa especie de microblog, que sólo admite ciento cuarenta caracteres, en vez de propiciar el laconismo, la frase bien afilada en el pedernal del misterio, el epigrama trabajado por los ácidos de la mala leche y que se precipita como un veneno, da pie a las oraciones más simples –-sujeto-verbo-predicado, cuando mucho–, a un gorjeo monótono. No por nada twitter significa eso: "gorjeo", que, con perdón de los pájaros, designa también los esfuerzos destemplados del niño cuando empieza a hablar.
No me gusta el Twitter porque, aunque se presente como una ocasión para el encuentro, ofrece un nuevo pretexto para el aislamiento. Como otras redes sociales (Facebook, Hi5, Chat), promete la sociabilidad espectral de lo inalámbrico, la gélida camaradería de las pantallas electrónicas, la compartimentación de los afectos humanos transmitidos vía satélite.
Se ha hablado de las repercusiones de esta bitácora miniatura en lo que ya con cierta superstición denominamos "la realidad": su potencial para cambiar las cosas, para organizar revueltas en una sola tarde. Pero las revueltas se gestan con o sin mensajes sms, y al final lo que circula en el Twitter tiene tan poca incidencia que nadie le presta demasiada atención. Por eso me eriza la piel, porque todo allí es fútil y evanescente, como si no hubiera tenido lugar. Prueben si no a revelar sus crímenes (o sus planes de cometerlos). No pasa nada, ni siquiera responde el eco.
¿Qué es entonces lo que desfila día y noche por el Twitter? Además de cables noticiosos y "revelaciones" sensacionalistas, lo que abunda son gritos de auxilio de solitarios que no saben cómo desenchufarse; indicios dejados a la vista de todos con los cuales reconstruir los múltiples itinerarios de la trivialidad; confesiones voluntarias de quienes han comprendido que sus movimientos son vigilados y a la vez poco importan. Antes de escribir estas líneas desdeñaba vagamente la moda del Twitter, pero ahora la detesto. Porque encarna el triunfo de la acción sobre la crítica, del chisme sobre el enigma, de la descripción sobre la insinuación, de lo inmediato sobre lo imposible, el Twitter condensa el signo trágico de la impudicia de la sociedad contemporánea: canales de comunicación siempre abiertos para personas que no tienen nada que decir, para individuos aislados paradójicamente por la tecnología a los que, ay, sólo les queda el consuelo del gorjeo.
Busca este y otros textos en el número 75 de Etiqueta Negra.