miércoles, 11 de abril de 2012

Pasajes y pasadizos de la urbe

El Gran Arte de Londres no tiene nada que ver con ningún mapa o guía, ni mucho menos con un conocimiento de anticuario, por más admirables que estas cosas puedan ser… El Gran Arte al que me refiero pertenece por completo a otra esfera; por lo que respecta a los mapas, por ejemplo, si se han llegado a estudiar es necesario olvidarlos, mientras que todas las asociaciones históricas deben también dejarse de lado… El seguidor del Arte de Londres ha de purgarse a sí mismo de todo esto tan pronto se entrega a sus aventuras. Pues la esencia de su arte consiste en que debe ser una aventura en lo desconocido.
Arthur Machen, Things Near and Far

En todas las ciudades suele haber por lo menos alguna esquina que, al doblarla, nos arroja a una ciudad interior, a una ciudad oculta e imprevista. Callejones o pasadizos que, alejados del ajetreo cotidiano, a la sombra de los asuntos prácticos de la vida, nos conducen a parajes fantásticos —a veces incluso siniestros—, en donde lo familiar se transforma en estremecimiento y nosotros mismos ya no sabemos muy quiénes éramos ni a dónde nos dirigíamos. A cualquiera de esos puntos de acceso, de esas auténticas fisuras de la urbanística, Thomas de Quincey los denominaba “Pasajes del Noroeste”: atajos a no sé sabe qué, umbrales que nos separan de un reino encantado, misterioso y quizá irrepetible, bañado por una luz que no parece de este mundo y que, como la mayoría de los secretos celosamente guardados en una ciudad, es inútil buscarlos en las guías de turistas.

De Quincey gustaba de recorrer las calles de Londres sin ninguna meta definida, mezclarse con la multitud y seguir su corriente, sus vaivenes, su pulso, en una variante noctámbula y contemplativa de la vagancia. Esa afición peripatética, que quizá le venía de sus años de adolescente, cuando había renunciado a su herencia y caminaba famélico y perdido en busca de Ann, su compañera de desdichas, la aderezaba con fuertes dosis de láudano, una tintura psicoactiva que por entonces se vendía en las farmacias y que, a diferencia de los estereotipos sobre los efectos letárgicos del opio, en vez de postrarlo y anular su voluntad lo propulsaba y lo hacía deambular sin descanso en una suerte de euforia sensorial y meditativa.


Thomas de Quincey

Aunque el carburante tóxico que empleaba De Quincey podría hacernos ver con ojos suspicaces la idea misma de un Pasaje del Noroeste (idea que, hay que reconocerlo, comporta algo de fumado y de psicotrópico), cualquiera que haya caminado sin rumbo por una ciudad, dejando que la locomoción bípeda estimule sus terminaciones nerviosas e irrigue de ensoñación su horizonte —cualquiera que haya practicado la caminata como práctica estética—, sabe que uno de los efectos del errabundeo es precisamente llevarnos a una suerte de trance ambulatorio donde lo sensitivo se alía con la reflexión, donde la atención alerta no excluye las largas divagaciones metafísicas, y en el que el caminante no tarda en descubrir que no sólo se ha alejado de los circuitos habituales, de las avenidas y barrios que solía recorrer, sino que también, bajo el influjo fisiológico de la marcha, a causa de la disposición a dejarse llevar por cualquier sendero, hace ya tiempo que está fuera de sí.

Como más tarde reconocerían algunos de los más insignes paseantes y vagabundos de la historia de Occidente (desde R. L. Stevenson a Arthur Machen, desde Baudelaire a Walter Benjamin, desde los dadaístas a Guy Debord y desde William Blake a los beats), las caminatas pioneras de De Quincey, gracias en parte a su adicción al opio, a su debilidad inveterada por “perseguir al dragón”, marcaron la deriva urbana y el callejeo de una atmósfera inequívocamente alucinógena. A partir de él, ya sea mediante la intoxicación expresa o llevados por los efectos de la caminata misma, tanto en la literatura como en diferentes disciplinas artísticas el paseo ha sido una forma de transformar lo cotidiano en sede de lo extraño y lo inusual: un medio —un rito de pasaje— para explorar nuestro entorno inmediato de otra forma, con otra sensibilidad, desde una perspectiva que cabría denominar extranjera.[1]

Pese a que conceptos antiguos como el de genius loci (el espíritu del lugar para los romanos) o sumamente recientes como el de psicogeografía (de raíz situacionista) puedan vincularse a supercherías, a creencias de corte religioso o incluso al más cándido y rechinante New Age, el pasaje del Noroeste no hace que nos transportemos a una ciudad perdida en quién sabe qué plano de la realidad ni que realicemos un salto esotérico en el tiempo; nos conduce a otra forma de percepción y de conciencia en que lo familiar, lo siempre visto, brilla de un modo peculiar, un tanto nostálgico; de ese modo intenso y sugestivo con el que solía hacerlo antes de que la rutina y el embotamiento lo fueran cubriendo con su pátina.

En De Quincey, como en muchos de los que siguieron su senda ambulante e intoxicada, la caminata era una forma de salir del reino de lo instrumental, del reino de la lógica y de la eficacia (donde lo que importa es llegar del punto A al B), para ingresar al subreino de los encuentros inesperados y el azar, al territorio siempre por descubrir de lo que tenemos delante, tan cerca e inexplorado como la palma de la mano (donde lo que importa no es llegar a ningún punto, sino el recorrido, el trayecto que reproduce el hilo de la mente). Al igual que otras tantas llaves capaces de abrir las puertas de la percepción, la caminata —con o sin ayuda del opio—, se convirtió en un método de redescubrimiento de lo ya demasiado conocido —de lo inadvertido— y, por ende, en un medio valioso para purgar los ojos, para limar de callosidades a la sensibilidad y entonces ver más.

William Blake, que también conoció los placeres del vagabundeo y dejó poemas visionarios sobre la experiencia de recorrer a pie la urbe (como aquel que se intitula “Londres”), escribió en los Proverbios del Infierno esta frase justamente célebre: “Los bulevares del exceso conducen al palacio de la sabiduría.” Como cualquier pasante podría apostillar, y como quizá el propio Blake vislumbró en su momento, acaso cabría decir también que “Los senderos del vagabundeo conducen al país de las maravillas.” No debe extrañarnos que, como comprobó De Quincey, casi siempre salgan chispas cuando ambas sentencias se ponen en práctica al mismo tiempo.


[1] Uno de los artistas contemporáneos que más ha explorado y practicado la caminata, Francis Alÿs, durante un viaje a Copenhague en mayo de 1996 rindió tributo —ignoro si con conocimiento de causa—, a los vagabundeos drogados de De Quincey, y el resultado fue la pieza Narcoturismo, en la que durante siete días caminó por la ciudad bajo el influjo de otras tantas drogas. Su cometido explícito durante esas jornadas era explorar “la experiencia de estar presente físicamente en un lugar, pero mentalmente en otra parte”.

1 comentario:

Camila dijo...

Me interesa mucho el tema de la literatura. Debido a que tengo Pasajes a
Londres
voy a poder disfrutar de los distintos textos que nacieron en Inglaterra