jueves, 20 de noviembre de 2008

La peluca de Warhol

En la sede neoyorquina de la casa de subastas Christie’s la peluca de Andy Warhol fue vendida a mediados de 2006 por 10,800 dórales, casi el doble de lo esperado. El amasijo de pelos platinados al estilo escobeta o puercoespín, que el artista había comenzado a utilizar a finales de los años cincuenta, alcanzó por segunda vez sus previsibles quince minutos de fama después de brindar un servicio constante y nada discreto a su dueño, quien la convirtió en el emblema de su propia imagen elevada a artículo de consumo. Desde luego la peluca subastada no era la única de su guardarropa (su debilidad por la duplicación y la reproductibilidad técnica lo llevó a acumular más de treinta postizos a punto del erizamiento) y mucho menos la primera: el espécimen vendido correspondía a la década de los ochenta, cuando ya Warhol, borrando las fronteras del arte y la frivolidad, el narcisismo y la autopromoción, no aparecía jamás en público sin la corona pilosa que lo identificaba como un astro del pop. Esa peluca, sin embargo, exhibida para su venta en un maniquí, flotando por así decirlo al margen de los lentes y la cabeza de rasgos toscos pero frágiles que solía portarla, esa peluca, indiscernible de las restantes, precisamente porque es un ejemplar más entre muchos, cobra un cariz peculiar, simbólico, que la aleja de la simple condición de postizo y la vuelve una suerte de fetiche, un penacho a través del cual la impostación y la artificialidad se han asumido como segunda naturaleza.

Se sabe que Warhol comenzó a perder el pelo desde joven. La impasible fábrica de sus folículos se negó muy pronto a producir en serie los filamentos para los que había sido concebida, y si ya el artista en ciernes había manifestado cierta insatisfacción ante su apariencia física, el fantasma arrasador de la calvicie sin duda reafirmó su resolución de cambiar cuanto antes de identidad. Tras exponer en una galería de poca monta el cuadro La Mujer me dio la cara, pero puedo escoger mi propia nariz, el entonces todavía Andrew Warhola dedicaría buena parte de su talento como publicista a reconstruirse, a modelarse según su propio gusto, un proceso de búsqueda estética y también comercial en el que la cirugía plástica y los embustes capilares jugarían un papel destacado, y que terminaría con la supremacía definitiva la apariencia sobre el ser, del glamour sobre el genio, del reciclamiento de imágenes sobre una idea quizá ya demasiado devaluada de originalidad.

Tanto como el bigote de Groucho Marx o el lunar en la mejilla de Marilyn Monroe, la peluca de Warhol se alzaría como un sello inequívoco de la cultura pop estadounidense, pero también como un guiño permanente de irreverencia, simulación y parodia. Más allá de que la calvicie suele asociarse con conservadurismo y confort, y se antoja más propia de un gerente de banco que de un artista de vanguardia, el temprano uso de la peluca por parte de Andy Warhol tiene algo de performance sin fin, reafirma en el plano de la apariencia física un programa estético caracterizado por la apropiación de símbolos, un programa en el que reproducción de ídolos y la transformación de estampas reconocibles, de artículos cotidianos y de circulación masiva, lo mismo que de fotografías de celebridades, dará un nuevo significado a las nociones de copia y repetición en el arte. Warhol no recurre a la peluca, ese polvoroso tótem de la respetabilidad y el poder, ese viejo distintivo de la nobleza, para coronar su asenso incuestionable a las cimas de las Bellas Artes; tampoco lo hace simplemente para disimular, según patrones preconcebidos y aceptados, su calvicie o su presunta fealdad; recurre a la peluca, a un modelo falsamente encanecido, despeinado y se diría barato, fundamentalmente para lograr la efigie inclasificable y astrosa del espantapájaros, del artista que mediante un gesto de auto escarnio y reconstitución, de valentía y ocultamiento, ha hecho de sí mismo una estrella esperpéntica, un mito kitsch inconfundible, una silueta para el merchandising.

La peluca de Warhol tiene algo de reminiscencia dandi. Una vez que la obra y la persona son indistinguibles desde el punto de vista de la enunciación artística, y cada cosa que haga o deje de hacer el autor-personaje repercute como un gesto, como un desplante cargado de segundas intenciones, llevar peluca se antoja una declaración de principios. Hay algo de decadente en la incorporación de un postizo a la propia imagen pública, pero también, en la medida que se trata de un postizo estridente, que no esconde su cualidad impostora y falaz, hay algo de bufonada o de cinismo. En cuanto artista que tiene un pie en los gustos de las masas y del bajo mundo, cuyos referentes reivindica (productos de consumo principalmente, ya sean latas de sopa o estrellas de la farándula prefabricadas), pero que al mismo tiempo estira el otro pie para no quedar fuera de la vida social neoyorquina, de la alta cultura con todas sus recompensas de gloria, exclusividad y fortuna, la peluca permanece como un asidero íntimo, al que ya no cabe calificar de artificial, que le permite moverse de un ámbito al otro sin dejar de ser en ningún momento la disonancia, el hombre que por su actitud irónica nunca encaja del todo, si bien incansablemente coquetea con el status quo a través de guiños de perversa teatralidad.



Aunque la peluca de Warhol, en contra de la lógica del simulacro, no aspira a pasar inadvertida (como sí el bisoñé con que los vejetes aplacan los brillos comprometedores de sus coronillas), terminó por ajustarse con tal naturalidad a su imagen provocadora y amiga de los excesos que en él lo sintético parece la floración misma del cuero cabelludo. Tan perfecto es el acoplamiento de la réplica y lo substitutivo con su apariencia incierta y su piel semejante al látex, que en caso de asistir a una fiesta de pelucas Warhol hubiera tenido que hacerlo, para seguir socavando las expectativas, prescindiendo de la suya, con ese disfraz paradójico de mostrarse tal cual es, exhibiendo sus profundas entradas, la deforestación imparable de su cráneo.

En una época en que la peluca ha perdido casi todas sus connotaciones rituales, y sólo perdura como prenda de la simulación y lo elusivo, Warhol la desempolvó para hacer de sí mismo una mercancía, para jugar, con todo el cinismo que conviene al caso, el juego del consumo sin salir demasiado maltrecho, que en el contexto del arte contemporáneo significa demasiado neutralizado y banal. Sabedor de que algún día terminaría devorado por los engranes de la fama a cuyo perfeccionamiento tanto contribuyó, entusiasmado ante la perspectiva de que su imagen se vendería en las tiendas de disfraces en empaques listos para usarse, o bien como muñeco de acción que en ciertos casos no precisamente sarcásticos haría las veces de pareja de Barbie, quien alguna vez respondiera al nombre de Andrew Warhola optó por envolverse en una maraña de pelo metalizado que al mismo tiempo que facilitaba su resurrección como icono no dejaba de tener la complejidad de un señuelo, de una mistificación irresistible. Artista maquinal que nunca renegaría de sus comienzos como decorador de escaparates, jefe de una fábrica de trabajadores del arte en el que la obra es consecuencia de una cadena de montaje, escrupuloso actor de sí mismo, Warhol contaba con el subterfugio de que su propio rostro adoptaría al fin la forma de su máscara.

Publicado en Metapolítica. www.metapolitica.com.mx

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