Tras juzgar que la credulidad humana había alcanzado una suerte de límite, Joris-Karl Huysmans vaticinó la extinción del monstruo, el declive de su potencial de espanto. Convencido de que la creación de prodigios mediante la equivocada posición de sus partes tiene algo de cansino —es una rama trivial del ensamblaje y la combinatoria—, Huysmans escribe que la decadencia del monstruo empezó cuando se incorporaron utensilios de cocina en su elaboración. El ensayo que le dedica “a esos cuerpos sospechosos de ser animales” data de finales del siglo XIX. Es anterior al Odradek de Kafka, formado por lo que parecen retazos anudados e hilos; también es anterior a las películas de monstruos de serie B, en cuya fauna impera la disonancia, la exageración y la incongruencia, “burlescamente dispuestas y demasiado ficticias”.
Lo que repele a Huysmans es la facilidad de la mezcolanza pero también la confusión improcedente entre los reinos. Un monstruo en el que conviven lo animal y lo vegetal sólo prefigura otros seres fantásticos en los que se echará mano del papel aluminio y las cucharas. No sé qué habría pensado del oblivisco, un animal que se alimenta de polvo y pelusa, pero que según algunos está literalmente conformado de polvo y pelusa.
El oblivisco —o monstruo del desván— es una criatura frágil, que se desbarata entre las manos. Al igual que ratones y cucarachas es un animal doméstico, en el sentido lato de que crece al interior de las casas, en alacenas y covachas descuidadas. No soporta el ruido ni la luz, de allí que prospere en lugares inaccesibles; dicen que no hay mejor sitio para una plaga de obliviscos que una mansión abandonada.
El oblivisco (Obliviscus silentis) es una criatura horizontal, de pocos milímetros de espesor, que se extiende sobre la superficie de los estantes o los muebles. En apariencia inerte, su movimiento es meramente expansivo, como el de ciertos hongos y algas. Medra colonizando nuevos territorios a la manera de una mancha. Llega a alcanzar los tres o cuatro metros de longitud, siempre con un peso ínfimo. Carece de ojos y extremidades, si bien a partir de sus reacciones espasmódicas a la luz del sol se infiere que todo él es una especie de ojo primitivo, una distendida membrana sensible.
Según la creencia popular se alimenta de olvido; las investigaciones científicas corrigen que su alimento principal son las células muertas que viajan en el polvo, la humedad del ambiente y toda clase de sustancias pilosas, en particular pestañas humanas y pelo de gato. Su aparato digestivo es rudimentario y opera gracias a un proceso simultáneo de endósmosis y exósmosis, a través del cual transfiere a su epidermis, en su mayoría intactas, las partículas que ingiere. Muchos desprevenidos confunden al oblivisco con una capa quizá demasiado espesa y abundante de polvo, y no vacilan en pasar sobre su delicado lomo el trapo de la limpieza.
Silencio y oscuridad son condiciones necesarias de su hábitat. Pese al inminente peligro de desmembramiento, el oblivisco no rehúye la caricia, siempre y cuando sea de tipo flotante, casi imperceptible, un deslizarse de la mano sobre el aire cálido que rodea su estructura. Lo parasitan ácaros y otros agentes patógenos, por lo cual los médicos lo desaconsejan como mascota; pero se sabe de ciertos temperamentos melancólicos que gozan de matar las tardes en su compañía.
Se ignora si duerme o si dormir es lo único que hace en la vida. Sus signos vitales son tan insondables como los de la felpa y se mantienen casi sin variación a lo largo de los días. Es inútil espiar a un oblivisco con el fin de descubrir sus movimientos. Sólo se esponja y desenvuelve cuando nos olvidamos de que existe.
Publicado en Letras Libres
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