Plantada en el centro de la habitación
como un monarca impasible que descansa
sobre su propia idea,
y sin embargo humilde y silenciosa,
con esa receptividad de quien esconde
segundas intenciones,
la silla es un altar para la espera.
Muleta y púlpito,
ruina de una nobleza reducida
a polilla,
catedral de movilidad engañosa,
la silla te sujeta a su ilusión
de poltrona,
ancla tus pensamientos
a la esclavitud de un empeño.
La ética del ajetreo inventó la silla
para elevar su reino
unos cuantos centímetros,
para ofrecernos un descanso a medias,
una vigilia incierta,
la verticalidad diezmada que consiente
meras larvas de sueños.
Tarima del estreñimiento,
trono de los que nunca han tenido
en donde caerse muertos,
qué alegría deplorable cuando encuentras
un asiento vacío al abordar el Metro.
No cedas al guiño del confort,
no extiendas tu trasero
a sus brazos abiertos.
Es siempre una celada
para hacer de ti
tan sólo un peso muerto.
Diosa de la inacción,
pedestal que te obliga
a posturas de piedra,
no te derrumbes en la silla,
no caigas en la trampa
de los largos proyectos.
Grillete de madera y cuero,
astuto mascarón del trabajo,
hace que toda tu atención
sea súbdita de un punto,
la manecilla de un horario ajeno.
Cuando tus piernas tiemblen
por su cautiverio,
rompe la silla:
se está electrificando.
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