miércoles, 17 de diciembre de 2008

Los delincuentes de la mirada lasciva

La estampa de una mujer “partiendo plaza”, que corta el aliento con su andar y lleva a que todos los viandantes dejen lo que estaban haciendo para mirarla y seguir su recorrido, es bastante frecuente en las calles de la ciudad de México y, según he podido constatar, en muchas otras ciudades de lo que se conoce como el orbe latino, que a fuerza de requiebros y toda clase de lisonjas callejeras se han ganado fama de ciudades pasionales, como si hubiera algo en las lenguas romances que nos orilla a la extroversión del deseo en plena vía pública.

Acompañada por silbidos o piropos cada vez más groseros y menos audaces, la mirada anhelante —que también podría llamarse la “mirada babeante”—, divide al género femenino entre quienes se sienten halagadas y quienes la consideran una forma de hostigamiento público —una agresión—; pero más allá de cierto rubor o incomodidad, si no rebasa los límites del decoro esa mirada pegajosa y admirativa suele tolerarse por inocua, como una suerte de guiño o chanza popular; y fuera del codazo que el fisgón pasajero recibe de su acompañante femenina (quien lo percibe como una falta de respeto a ella y no a la otra, a ella que va a su lado y seguramente es su esposa o amante o prometida), la vida en las calles podría seguir su curso cotidiano sin parar mientes en esta práctica tan difundida que quién sabe cuántos enamoramientos fugaces ha producido, cuántos amores baudelerianos que se difuminan con el cambio del semáforo.

En un arranque al que sin duda consideran progresista pero que se inscribe dentro del Nuevo Teatro Oficial del Absurdo (medidas teatrales que el gobierno pone en marcha para potenciar con su absurdo el problema inicial), las autoridades capitalinas han decidido castigar penalmente el impulso varonil —que se diría instintivo o silvestre, de origen remotamente perruno— de voltear a ver el contoneo de una muchacha que camina por la calle. La Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, que debió entrar en vigor en el verano del 2008, así lo establece al incluir como ejemplo de violencia sexual la mirada lasciva, esa forma malsana de mirar “que pone en riesgo o lesiona la libertad, seguridad, integridad y desarrollo psicosexual de la mujer”.

En el clima tormentoso de discriminación, violencia de género y feminicidios que todavía nubla el horizonte, los gobiernos conservadores, haciendo gala de su machismo charro y galopante, han culpado a las mujeres por su atrevimiento de vestir minifaldas provocadoras, las han señalado por no aprender a caminar tan tiesas como los espantapájaros. Ahora, en el extremo opuesto del dial de la intolerancia, el gobierno de izquierda ha llevado demasiado lejos la búsqueda de equidad en donde a decir verdad nunca ha existido, y haciendo suyas consignas feministas de lo más recalcitrantes, han ubicando la raíz de este mal en la afición masculina de seguir con la mirada el irresistible vaivén de un cuerpo de mujer, el crimen nefando y hasta ahora impune de que se nos vayan los ojos.



A propósito de esta revolucionaria ley, que cambiará para siempre el comportamiento callejero y los códigos de seducción y diálogo corporal (y que tal vez fomente como nunca la industria de los lentes oscuros), recuerdo la serie de fotografías con las que Nacho López capturó ese momento en que la calle se erotiza repentinamente, y en las que tanto cuidado puso en no dejar fuera de encuadre a los casuales mirones boquiabiertos. “Cuando una mujer guapa parte plaza por Madero” en realidad se trató de un experimento fotográfico dirigido, como el que ya antes, en los años cincuenta, había realizado la periodista Ruth Orkin en las calles de Roma: contratar a una bella actriz bamboleante para despertar reacciones verídicas en los peatones y entonces registrarlas con la cámara. El resultado, “An American Girl in Italy”, tanto o más célebre que el experimento de Nacho López, carecía de cualquier sesgo de denuncia, condena o alarma (no por nada apareció publicado por primera vez en la revista Cosmopolitan como parte de un reportaje que llevaba por título: “No tengas miedo de viajar sola”), a pesar de que hoy se prestaría para todo tipo de abusos policíacos. Y es que no me extrañaría que siguiendo el ejemplo de aquel par de artistas del fotoensayo, las autoridades del D.F. se valieran de atractivas celadas ambulantes para recabar pruebas de la comisión del que quizá sea el delito más efímero, difícil de demostrar y elusivo de todos los que se hayan tipificado en las legislaciones del mundo.



Ante las indecibles complicaciones que enfrentarán de ahora en adelante los magistrados para calificar si una mirada pasajera dejó de ser de deslumbramiento y se convirtió en venial, cuándo el ojo impertinente husmeó al interior de un escote con infinita lujuria y no con casta curiosidad, en qué circunstancias oprobiosas el rabillo del ojo delató al viejo rabo verde, no me queda sino manifestar mi estupefacción y escándalo por el hecho de que en los recintos legislativos se ocupen de minucias como éstas, que más bien caen dentro del folclor local, siendo que hay problemas más acuciantes que resolver, comportamientos en verdad lesivos para la convivencia pacífica. Bastaría que sus señorías pusieran un pie en la calle sin la protección de sus escoltas para percatarse de que hay cosas más urgentes que perseguir de oficio, conductas en verdad antisociales y nocivas contra las que permanecemos indefensos, como por ejemplo la manía de atravesar al prójimo con las puntas aceradas de los ojos, o esa insistente mueca aguardientosa que en todas las esquinas del país pregunta bravuconamente “¿qué me ves?”

¿Qué están esperando los honorables legisladores para lanzar una iniciativa de ley que nos prevenga del tremendo flagelo de mirar feo, que nos ponga a salvo de la ojizaina generalizada, de ese mirar atravesado y pérfido que tantos zafarranchos y homicidios ha propiciado? ¿Por qué no imponen años de cárcel a todo el que incurre en el horrendo crimen del mal de ojo?


Luigi Amara

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