El asfixiante y tibio y casi inacabable bostezo de la televisión nos ha orillado a celebrar sus cortinillas como un intermitente oasis. Ya desde antes de la consagración del zapping como deporte para el dedo pulgar, era común cambiar los canales en busca solamente de comienzos y finales, como si los programas fueran una postergación de lo que en verdad importa, esos pocos segundos en los que la música se alía a la imagen para crear un videoclip rudimentario, más pegajoso que inolvidable, que marca el punto en el que uno puede dedicarse a cualquier otra cosa. La música de Mancini que abría y cerraba los cartones de La pantera rosa, las puertas un tanto kafkianas que debía atravesar el Superagente 86 para llegar a una cabina telefónica y desaparecer, o las fantasías electroacústicas de Esquivel para dar cierta dignidad a Odisea burbujas, son algunos ejemplos de lo que a la postre se convertiría en parte de mi educación sentimental, algo así como el soundtrack de mi mente cuando atraviesa por etapas demasiado nostálgicas o demasiado idiotas.
Después de cantar una y otra vez el tema original de El hombre araña, y cuando ya la tonada de Los locos Adams no parece admitir ninguna adaptación memorable, he concluido que mi cortinilla predilecta es la de La carabina de Ambrosio, el único show cómico-mágico-musical del que podría enorgullecerse la televisión mexicana. Cada vez que en una fiesta anacrónica o en un elevador o pasillo del súper se escucha el ritmo de la cortinilla de inicio, no es necesario cerrar los ojos para que se imponga en mi cabeza el bamboleo de las caderas de Gina Montes, ese ritmo que tantas y tantas mujeres han querido imitar —sobra decir que sin fortuna— de sus puños golpeando suavemente el aire, mientras sus muslos portentosos se agitaban con un dejo entre africano y vulgar y hasta carioca.
Gina Montes fue alguna vez la encarnación de la alegría. Su risa imbécil y pronta era tan odiosa que uno no podía sino sonreír al verla, pero todo esa falsa espontaneidad y esa torpe frescura se redimían por completo cuando hacía lo que en verdad sabía hacer, bailar, bailar sin descanso detrás de los créditos ascendentes, y durante dos minutos de gloria creaba un cabaret en nuestro cuarto.
El día en que esa cortinilla desapareció todos pensamos que Gina Montes había muerto. Era inconcebible que ese baile inmortal se esfumara así, de golpe, de modo que resolvimos que la única explicación era la muerte. Se dijo que había sido ajusticiada por el Negro Durazo, que César Costa la mandó asesinar por despecho, que en realidad era un varón que pagó caro el atrevimiento de su doble identidad, o que la silicona le obstruyó las coronarias. La historia que yo me resigné a aceptar aseguraba que Beto el Boticario la había embarazado (quién sabe si con la ayuda de algún pase mágico), y que ella no había resistido en su vientre la gestación de ese engendro que mezclaba un poco de conejo y otro tanto de pañuelo de colores. Desde entonces, cada vez que escucho esa canción nostálgica y alegre, no dejo de repetir para mis adentros “¡magazo!, ¡qué afortunado y asesino fuiste!, ¡magazo!”
1 comentario:
Hoy reapareció en Ventanenando, desconozco si en repetición, para explicar pormenores de sus últimos 30 años en NYC y dar por terminado las obcecadas versiones de su paradero tras la abrupta salida de "La carabina..."
Según dio a entender, buscará trabajo de nuevo en TV, si es que hay un lugar para ella. Insufrible la parodia de Bisogno, en vez un extracto crestomático como todavía ocurre con los mini-homenajes del insoportable Muévete los sábados, aunque no se podía esperar menos de Azteca.
Pasada de peso, sí, pero agradable en pantalla.
Su correo, público para cualquier comentario o pregunta: ginamontes@live.com
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