Primero fue un dedo en el buró,
un dedo huérfano
al apagar la lámpara de noche;
después la oreja que colgaba
como un pendiente macabro
de tu lóbulo;
más tarde eran cabezas,
cabezas rodando en el boliche
insospechado del pasillo,
cabezas servidas en bandeja
con todo y jugo de naranja,
cabezas tras la puerta no cerrada
de una frase.
Debíamos continuar, fingimos
que no estaba la lengua
envuelta en el periódico,
que las manchas de las sábanas
no eran mensajes con faltas de ortografía,
que no había un cuerpo en la cajuela
tras las bolsas del súper.
(En los actos oficiales se citaba
sorprendentemente a Kawabata:
“Cualquier clase de inhumanidad
se convierte, con el tiempo, en humana.”)
Fue entonces que empezamos a perder
la cabeza:
niños jugando con muñecos sin cabeza,
plazas llenas de estatuas sin cabeza,
edificios sin cabeza, árboles sin cabeza,
moscas volando sin cabeza, cabezas sin cabeza.
(El lápiz con que escribo se quedó también
sin cabeza.)
Y ahora, mientras quiero girar
mi falta de cabeza,
veo que alrededor todos esconden
bajo tierra la cabeza.
Salta a: Nuestra aparente rendición.
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