Pocas cosas se dilapidan más que el elogio. Aquí y allá vemos a escritores y artistas lanzarse flores unos a otros sin el menor recato, como si se tratara de un juego en el que la papa caliente del halago no debe caer jamás al suelo. En una de mis pesadillas recurrentes me encuentro en una fiesta en la que los invitados me dedican alabanzas desproporcionadas, rimbombantes, casi diría cósmicas, y yo, empequeñecido por tanta desmesura —que es lo que secretamente se propone el clan de los elogiadores—, no logro corresponder, ponerme a la altura de las circunstancias, pues las loas y ditirambos se niegan a formarse en mi boca cada vez más pastosa y seca a causa de la enrevesada humillación, así que, asediado por el estruendo de los aplausos, lo único que de verdad consigo es que se incremente mi rabia universal contra el género humano.
En el mundo de cabeza en que vivimos, mientras más elevado sea el elogio más sospechas despierta. Los superlativos entusiastas se diría que esconden segundas o terceras intenciones: favores que se pagan, guiños tristemente arribistas, súplicas de atención. De tan manoseado y enrarecido, se trata de un estado de ánimo al que es cada vez más difícil ceder por escrito, pues está claro que comenzar un texto con un anuncio del tipo: “los elogios que se incluyen a continuación son todos sinceros” resultaría tan desconcertante como estampar al margen una leyenda que dijera: “este escrito no incluye risas grabadas”.
Al igual que la propia sombra, que por más que se alargue y suba por las paredes no puede modificar nuestro cuerpo, las lisonjas parecen haber perdido todo efecto sobre quien las recibe (por insustanciales y huecas y a veces intercambiables); a lo sumo comunican un alivio agridulce, la tranquilidad anticlimática de comprobar que no se trató de un insulto atinado o de un KO técnico por la vía del derechazo crítico.
Leo en el explosivo Tratado del estilo de Louis Aragon una definición perfecta del payaso: “Un señor que quiere estar a la altura de los acontecimientos.” Han pasado más de ochenta años desde que se escribieron esas palabras y, al parecer, las cosas han cambiado muy poco. Quizá sólo lo suficiente para que, en lugar de payaso, ese señor que quiere estar a la altura de los acontecimientos se haya convertido en un malabarista, en el esforzado malabarista que no debe dejar caer al suelo la papa caliente del elogio.
2 comentarios:
Tu texto es brillante. Una absoluta maravilla!!!! ;^)
pa que no caiga el vegetal: está chingón el texto del Twitter. De visita por primera ocasión.
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