sábado, 30 de mayo de 2009

Los astronautas no quieren volver a casa

Las vicisitudes o las incomodidades del viaje suelen hacernos desear con desesperación el camino de regreso, no importa que la vuelta a casa suponga un reacomodo en viejas pesadumbres. La nostalgia del hogar, la ensoñación engañosa de los placeres ya casi imperceptibles de la rutina, la necesidad de reencontrarse con la persona amada —de quien en cierto sentido habíamos escapado hace unos días— borra o cuando menos difumina toda la carga de malestar y hartazgo que pudiera pesar en nuestra consideración de lo cotidiano. Quizás una vez sentados en el mismo sillón de siempre, en ese sillón polvoroso que se ha deformado siguiendo el contorno de nuestra espalda, quizá cuando seamos nuevamente amos y señores del cuarto de baño y nos apoltronemos como un emperador al que se le han restituido sus dominios, muy pronto esas pequeñas satisfacciones nos parezcan superfluas, prescindibles, y no tardemos en irritarnos por el goteo del lavabo, por la fecha marcada en rojo del día que hay que pagar la renta, por cada una de las engorrosas nimiedades con que llenamos la existencia. Pero por unos momentos, al filo del asiento del autobús o del avión, cuando todavía faltan un par de horas para llegar a nuestro destino, esa nostalgia se superpone a cualquier resabio de cansancio o de pereza o hastío, y necesitados de esa tierra firme de lo familiar y lo inalterado, anhelamos que en casa las cosas sigan como siempre, sin la menor variación, incluida la aborrecible fuga del lavabo.

La expectativa de la vuelta está teñida de alivio pero también de cierto grado de zozobra. Si al volver descubrimos que aquella firmeza prometida se ha roto, que nuestra casa ha sido saqueada o revuelta por un extraño, que algún amigo ha muerto, que la persona amada se ha ido para siempre con sus maletas, implicaría de algún modo la continuación de la odisea, la falta de reposo que es consustancial al viaje; significaría no haber vuelto del todo porque ya los puntos de referencia también se modificaron. Si añoramos la monotonía del hogar es en buena medida porque supone la terminación del periplo en el que nos hemos embarcado. Más que regresar a lo mismo nos urge poner punto final a la mudanza, a la caravana de novedades, y ese punto final, ese eje en el que acaso asimilaremos los cambios, debe permanecer inamovible.

Volvía de un viaje después de todo no tan largo como para experimentar la ansiedad y la tristeza de estar a pocos kilómetros de casa, cuando alcancé a leer en el reflejo del vidrio el titular de un periódico que leía mi vecino de asiento: “Los astronautas no quieren volver a casa”. En la ventanilla del autobús los postes del cableado eléctrico se sucedían como una especie de cuenta regresiva que indicaba la proximidad de la ciudad, y allí, entre las gotas de la lluvia que resbalaban y hacían dibujos caprichosos en el vidrio, pude enterarme, en caracteres que yo veía invertidos, de la reticencia y el dolor de unos hombres que, suspendidos a cientos de kilómetros de la Tierra durante meses, deben prepararse para regresar no solamente a su hogar, sino a rutinas más poderosas y que damos por descontadas: a la fuerza de gravedad y la presencia del aire.

Mientras yo veía, detrás del reflejo del periódico, cómo la vegetación comenzaba a escasear y de tanto en tanto aparecía la descorazonadora contundencia del cemento, imaginaba el paisaje contrastante que verían aquellos astronautas desde su escotilla: el globo azul y deforme del planeta flotando en medio de la vastedad del negro, aquella masa solitaria y en silencio, convertida por obra de la distancia en una hermosa abstracción, en un espejismo hipnótico. ¿Por qué no querrían volver los astronautas? ¿Era la pérdida de dimensiones lo que los hacía sentir desapego y una repugnancia sorda? ¿Era el paisaje del planeta visto desde fuera a tal punto absorbente y embriagador como para no querer jamás perdérselo?




Uno de los astronautas renuentes declaraba que aun cuando la vida en la Estación Espacial Internacional consistía en largas jornadas de trabajo, apenas sin interrupción, y que placeres habituales como la comida (la comida auténtica) estaban por completo canceladas en ella, los días previos al regreso le oprimían el corazón horriblemente, quizás a manera de compensación por la falta de gravedad, y entonces lloraba como un niño rebelde y se resistía a dar por concluidas unas vacaciones que hubiera dado todo el dinero del mundo porque fueran permanentes. Explicaba que ese sentimiento de negación y desprendimiento, mucho más punzante que la nostalgia, no era un simple fastidio ante la condición mundana de la existencia en la Tierra (con sus facturas por pagar y sus deudas acumuladas y sus atascos de tránsito), ni tampoco se limitaba a la perspectiva, desalentadora para cualquiera, de pasar varias semanas después del aterrizaje bajo supervisión médica, aprendiendo de nueva a cuenta a caminar, dedicado día y noche a recomponer la degradada fábrica del cuerpo. Todos esos inconvenientes eran poca cosa si se los comparaba con una sensación más profunda de alejamiento y extrañeza, tal vez de ruptura definitiva, que fácilmente les hacía creer que allá, en la inmensidad, más que un trabajo científico han completado una suerte de hibernación —una tabula rasa—, y justo ahora que gozan de un corazón nuevo y que la memoria por primera vez se ha limpiado de pesares y acusaciones, de remordimientos e impurezas, llega el momento de regresar a la Tierra para estropearlo todo.

En un aforismo de El inconveniente de haber nacido, Cioran contrapone a las miserias y enfados de todos los días la imagen del planeta girando como un trompo en el espacio: esa estampa relativamente reciente, para la que ningún hombre estaba preparado, y que puede tener el efecto de pulverizar cualquier incidente terrestre o cualquier infatuación humana. Revolviéndome en el asiento del autobús a pocos minutos de estar de nueva cuenta en casa, recordé ese aforismo y lo extrapolé al estado mental del astronauta que durante varios meses se enfrenta a aquel paisaje incomparable, y reflexionando sobre la condición espiritual del hombre desterritorializado en los desiertos del cosmos, sin otro asidero que la insignificancia palpable de la Tierra, me pareció entender por qué, en medio de una odisea espacial, no hay Ítaca que valga. Después de todo, los astronautas coinciden en que la fase más excitante del viaje es poco después del despegue, cuando la Tierra va quedando atrás, y al atravesar la atmósfera deja de ser el centro del universo para convertirse en una roca, en un pedrusco iridiscente de gran belleza pero ya de alguna manera ajeno, un pedrusco como muchos de los que ruedan en el vacío.

Ya en el umbral de mi casa, cuando hurgaba inútilmente en mis bolsillos en busca de las llaves de la entrada y me convencía de que no había más remedio que ir en busca de un cerrajero que abriera después de la medianoche, pensé, con esa mezcla de envidia y de nostalgia invertida de las cosas que nunca nos ha tocado ni nos tocará vivir, en la imagen del cosmonauta que flota en el espacio para siempre no por una falla mecánica, sino por voluntad propia, como un acto de deserción y renuncia ante todo lo que implica la vida en la Tierra. Un hombre que se desenchufa y pierde todo contacto, que prefiere vagar por el espacio contemplando el planeta desde lejos, a una muy prudente distancia.

1 comentario:

ix dijo...

Luigi, son casi las 5 de la mañana y no pienso leerte a esas horas, sólo quiero decir que qué chido que estés en línea.