Relucía como un tesoro falso
en el mercado de pulgas,
sumido entre la mugre y el desorden,
y aunque tenía costras
de vino y otras manchas,
pálido como un fantasma
de los años sesenta,
cómo inquietaban sus bocas abundantes
luchando por salir de la portada,
esa confusión de labios y de dientes,
quién sabe si jocosos o feroces,
con algo de circense o de Fellini.
El dependiente lo pesó en su palma
calculando su precio largamente,
y luego de un soplido lo dispuso
en el tocadiscos (que también vendía).
Eran risas, risas grabadas,
un cuchicheo creciente que estallaba
en un arrollador festín de risa;
risas de estudio, probablemente falsas
pero risas,
y la gente se acercaba a escuchar
y se reía,
y sólo el dependiente bajaba la mirada,
lejano, melancólico.
Las risas ululaban
como viejas sirenas prisioneras
en algún rincón del mercado de pulgas;
se había formado un coro contagioso,
y la risa subía, se alzaba sin porqué,
con vuelos polifónicos, gloriosa,
más tarde declinaba,
se teñía de lamentos,
de ese dolor tan propio
de la risa,
hasta apagarse en un espasmo,
luego en otro.
Cuando volvieron a estallar
no había ya duda:
había algo turbio en esas carcajadas,
una erosión tal vez,
un polvo audible,
que las volvía deformes y remotas;
un decaimiento, un trasfondo impostor,
de risas que perduran y ya han muerto,
y aunque seguía girando el disco
la gente comenzó a toser, a incomodarse,
nadie reía ya,
nadie quería escuchar la risa
de otros tiempos,
poco a poco empezaron a apartarse,
yo me marché con ellos.
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