El museo nos acerca al arte
bajo la condición de que guardemos siempre una reverente distancia.
Un museo es una tentativa de orden, una lista provisional
para representar el mundo, un microcosmos y a la vez un espejo. Para vernos
reflejados en él es necesario que lo recorramos, que nuestro cuerpo se
convierta en el hilo que une y da sentido a la heterogeneidad.
Lo decisivo tal vez no sea el museo en sí, sino la
experiencia de cruzar un umbral: la sensación de ingresar a un territorio
hechizado.
Las aureolas de las vírgenes y los ángeles bien pudieron
esfumarse de la superficie de la tela, pero no desaparecieron por completo del
arte. Todavía delimitan el radio, el perímetro de los museos, instaurando esa
“lejanía inaproximable” de la que hablaba Walter Benjamin.
Aun cuando no incluya un solo marco, pedestal o altar, el
museo es su continuación o, mejor, su solución
arquitectónica. Separa, sitúa en otro plano, reclama devoción.
En medio del desencantamiento del mundo preconizado por
Weber, los museos son cápsulas frente a la indiferencia, burbujas
hiperprotegidas contra la diversidad infinita, iglúes para sobrevivir a la
glaciación estética.
Si no se descorriera de algún modo el telón (¿quién no recuerda
el cuadro de C.W. Peale, El artista en
su museo?), tal vez se tendría que acudir a recursos más burdos como los
altavoces de feria: “Estás a punto de acceder a la Arcadia del Arte, un lugar
donde las cosas no tienen un uso, sino un significado.”
C. W. Peale, El artista en su museo, 1822.
Todo museo es un archivo, pero también un archipiélago. Hay
tantas tramas, tantos relatos posibles, como desplazamientos por sus islas.
La contigüidad de las piezas expuestas requiere del espacio
en blanco que las separa: al entrar a un museo entramos también a un
rompecabezas, que debemos armar bajo el entendido de “no tocar”.
Caminar por un museo es como caminar entre campos de fuerza:
cada obra atrae y repele a las demás, crea tensiones y vínculos a veces
poderosos, a veces inestables como los de ciertas moléculas. No en balde las
colecciones están en constante rotación.
Un museo con una sola obra aloja
en realidad una pieza soltera de ajedrez.
Sin la ilusión de orden, de representación coherente, de
sistema, el museo no es más que un cajón de sastre, un desván arbitrario, un
repositorio de pedazos.
Los discursos grandilocuentes en las inauguraciones no sólo
ofrecen la promesa de un hilo conductor; equivalen, en el plano conceptual, a
una nueva mano de pátina.
La obra de arte es un emperador que viste su desnudez con la
carga ritual de la sala del museo: las paredes impolutas, el teatro de lo
extra-ordinario, la predisposición a la reverencia hacen las veces de su capa y
aureola.
Los marcos y pedestales como auténticas piezas de museo.
Desde luego el museo también merecería exhibirse junto a ellas; la pregunta es
¿dónde?
En su conversación sobre los museos, Allan Kaprow y Robert Smithson
imaginan un museo, el Guggenheim de Nueva York, que permanezca vacío, como un
museo de sí mismo. Lo visualizan como un mausoleo dedicado a la nada.
¿Qué obra no envejece unos años en el mismo instante en que
ingresa a un museo?
La visita al museo es un viaje al pasado. Sus puertas
franquean, como las puertas de cuerno o marfil de los sueños, la entrada a la
historia del arte.
Las viejas técnicas egipcias de conservación hacen del
museógrafo una suerte de embalsamador. Preserva, conserva, prepara para la
eternidad. De allí que todos los grandes museos quieren contar con un sarcófago
como fetiche.
Con la ilusión de que sus obras sean por fin admitidas en
los museos, hay artistas que se esmeran en producir directamente momias.
Cada nuevo museo pretende poner un dique a la erosión de ese
apolillado espejismo que llamamos la posteridad.
El arte en la vida, aun si termina embalsamado en el museo,
tuvo que abrirse paso en la calle, bajo la luz escéptica o distraída de la
rutina y el desinterés. El arte para el arte (no confundir con l’art pour l’art, aquella vieja consigna),
el arte destinado al museo desde su concepción, es convencional en cuanto
responde a la hiperconsciencia de sí mismo, de su historia, de sus reglas de
juego que, aun cuando las rompa, las perpetúa.
El arte para el arte es esotérico; habla el lenguaje
técnico, especializado, de su disciplina. Pero a diferencia de lo que ocurre
con la física teórica, por ejemplo, que se preocupa por su divulgación, el arte
para el arte la desdeña, ya que busca mantener a toda costa su aura de
exclusividad, su condición de “sólo para iniciados”.
La coreografía social en la
sala de exposiciones, llena de guiños y sobreentendidos, es siempre la
pantomima de los que quieren demostrar su participación en una suerte de
cofradía.
Reducido a sus elementos
espaciales más básicos, el museo es una caja, un embalaje para la auto referencia,
una cámara narcisista donde el arte se contempla a sí mismo.
Muchas veces la sala del museo es sólo un descanso en la
escalera que lleva las obras a la bodega del sótano.
“Museos y mausoleos se conectan por algo más que
asociaciones fonéticas. Los museos son los sepulcros familiares de las obras de
arte.” T. W. Adorno
A fin de disimular su atmósfera sepulcral, la arquitectura
de los museos prescinde ahora rigurosamente del mármol.
Gesto: llevar flores a los
museos como se lleva flores a los cementerios.
Tantas veces se ha dicho que los museos son necrópolis, depósitos
de arte muerto, que los guardias de sala se empeñan en parecer cadáveres.
Que en paz descanse El
gran vidrio. Mi más sentido pésame a La imposibilidad física de la muerte en la mente de
alguien vivo. Quizá la inspiración —y el museo, como recinto
dedicado a las musas, convoca la inspiración— requiere del festín de los
gusanos devorando el arte muerto.
“La vida en el museo es como hacer el amor en el cementerio.” Allan
Kaprow
“Mármol” y “formol” son dos malas palabras —dos términos de
mal agüero— que el curador evita escrupulosamente.
Obras de arte que cuelgan de las paredes como mariposas
atravesadas por un alfiler. Quieren convencernos de que alguna vez volaron.
Si los museos son ahora nuestras iglesias —como reza el
cliché—, se diría que las nuevas formas de devoción pasan por el desconcierto y
la perplejidad, cuando no por el enfado.
El fin del arte (tal como lo conocemos), defendido por
Arthur C. Danto, no augura la muerte del museo sino todo lo contrario: su
importancia y supremacía. Sin un espacio propicio que les confiera un
significado, los objetos de la experiencia común estarían condenados a su
condición profana.
En las bóvedas del museo se
respira, como escribió Cocteau, el espíritu religioso al margen de cualquier
religión precisa.
Al comienzo de El
museo imaginario André Malraux subraya una obviedad en la que casi nunca se
repara: “Un crucifijo románico no era originalmente una escultura, la Madonna
de Cimabue no era un cuadro, tampoco la Palas Atenea de Fidias era una
estatua.” La transformación de un objeto en obra de arte por obra y gracia de
su ingreso al museo.
“Las cucharas africanas talladas en madera no eran nada en
el momento en que fueron hechas, eran simplemente funcionales; después se
convirtieron en cosas hermosas: obras de
arte.” Marcel Duchamp
Mediante el readymade, Duchamp da la vuelta y reduce al
absurdo —es decir continúa— una práctica natural desde el nacimiento y
consolidación del museo: salvar determinadas cosas de la erosión de lo
cotidiano para garantizar su permanencia. Exactamente como si se tratara de un
arca de Noé ante el diluvio incesante del tiempo.
A casi un siglo de distancia, el atrevimiento de Duchamp, a
fuerza de repetirse, se ha trivializado o, visto desde otra perspectiva, se ha
institucionalizado. Su postura insolente y crítica frente a determinadas suposiciones
sacralizadas del arte —creatividad, trascendencia, habilidad profesional,
espiritualidad— se desgastó como un
chiste repetido, transfiriendo esa sacralidad al único entorno donde todavía
podría provocar risa. Los readymades de Duchamp abrieron las puertas del
museo a “lo no estético, lo inútil y lo injustificable”, donde paradójicamente
terminarían por estetizarse, valorarse y justificarse.
Lo que hizo Duchamp con la entrepierna de una mujer lo
hicieron otros con su ironía: la vaciaron en yeso, la confinaron a un molde. Y
ahora abarrotan los museos con esa producción en serie del reverso de la
ironía, con su versión “en positivo”.
Marcel Duchamp, Feuille de vigne femelle, 1950.
“El readymade es un arma de dos filos: si se transforma en
obra de arte, malogra el gesto de profanación; si preserva su neutralidad,
convierte el gesto mismo en obra. En esa trampa han caído la mayoría de los
seguidores de Duchamp: no es fácil jugar con cuchillos.” Octavio Paz
Fuera de la bienal, la caja de zapatos de Gabriel Orozco es
como la copa del santo Grial días antes de la muerte de Cristo. Un objeto más
entre los objetos. El artista requiere como nunca de un domo favorable, de una
caja de resonancia, de un techo protector.
Vértigos que podríamos
llamar “chinos”: Una caja adentro de una caja adentro de una caja. Un telón que
se abre a otro telón que se abre a otro telón.
El paralelismo con la
condición dual —humana y divina— de Cristo, ha llevado a que Arthur C. Danto y Boris
Groys sugieran que los readymades introdujeron un tipo de cristiandad en el
arte —una cristiandad, habría que
añadir, que no promete consuelo, sino más bien incomodidad.
Curadores, críticos y
directores de museo serían los apóstoles, los que se encargan de conferir un
halo a las cosas y de mover a la reverencia; convencernos de que esto no es un
simple objeto, sino un milagro; de que efectivamente las piedras se
transformaron en panes.
No es raro que una exposición
produzca el mismo efecto que la ostia en el paladar del ateo: el de una lámina
insípida que se disuelve al instante.
El linaje de todo coleccionista se remonta a Noé. ¿Qué otra
cosa es el museo sino una variedad estática del arca? ¿Qué busca sino resistir
al diluvio del tiempo y el olvido? Por ello, porque sabemos que corre por sus
venas la sangre de Noé, no es infrecuente que al visitar una exposición uno se
pregunte si el coleccionista no estaría completamente borracho al elegir eso.
Por más que la visita al
museo sea hoy un fenómeno de masas, y en su interior impere el bullicio, el
cansancio y aun la estampa de unos padres cambiando pañales, nunca se pierde
ese ambiente grave, pontificial, en el que uno está dispuesto a arrodillarse
frente a las obras maestras.
Las galerías se llenan de secreciones y cabellos, de
excremento y uñas. En un mundo secularizado, tal como lo intuyó Manzoni, los
detritus y despojos del artista satisfacen nuestra necesidad de devoción; son
nuestra nueva provisión de reliquias.
El desfallecimiento de Stendhal, deslumbrado por la obra de
arte, sucedió en un iglesia. El ahora llamado “síndrome de Stendhal” se
multiplica en los museos. En la calle, en la vida diaria, el encuentro fortuito
con el arte —con el arte se diría desnudo—
suele pasar inadvertido.
Tres días después de un
concierto multitudinario en Boston, Joshua Bell, uno de los mejores violinistas
del mundo, tocó en una estación del metro de Nueva York como cualquier músico
aficionado que intenta ganarse la vida. Sólo una persona lo reconoció. A lo
largo de casi tres cuartos de hora, recaudó 32 dólares y 17 centavos (el boleto
para escucharlo en Boston costaba cien). Desde luego nadie lo anunció ni se
cortó un listón.
¿La vida? Hordas de objetos ordinarios, de entidades
ultrafamiliares, que se amontonan a la entrada del museo esperando una
oportunidad.
Liberar un espécimen de la
rutina, de las asociaciones consabidas que lo envuelven, y colocarlo con todo
cuidado en un frasco, lata o vitrina. A eso hemos convenido llamarle
“originalidad”.
“Cualquier cosa que se asemeje a un readymade se convierte
automáticamente en otro readymade. El círculo se cierra: mientras que el arte
se inclina a imitar a la vida, la vida imita al arte. Todas las palas para
nieve en las ferreterías imitan a la de Duchamp en un museo.” Allan Kaprow
A casi un siglo de que el urinario irrumpiera en el espacio
sacrosanto del museo, no hay decreto que obligue a colocar, debajo del
extinguidor, una cédula que indique:
“Esto no es una obra de arte.”
También el clavo solitario en la
pared exige ser respetado como readymade.
Sin necesidad de una lima o
un cincel, tan sólo sacando las cosas de contexto, el artista borra la pátina
de la costumbre, esa costra que las opaca y vuelve invisibles.
Ya que en la galería no
parecían suficientemente “reales”, Warhol se vio en la necesidad de fabricar,
como una escultura, las célebres cajas Brillo. A diferencia de Duchamp, que
pretendía una neutralidad estética para sus readymades, Warhol dio otra vuelta
de tuerca estetizando lo cotidiano.
Warhol entendió que había
que dotar de un carácter plástico —y no
sólo filosófico— al acto crítico del
readymade de Duchamp, pues la filosofía, como tal, no vende.
El museo impone una barrera al lugar común a fin de delimitar
lo que vale. Desde el punto de vista económico es una maniobra maestra, que
hace que el dinero, lugar común por excelencia, no se quede en el lado
equivocado.
Así como el Dr. Johnson
pateó una piedra para refutar el idealismo de Berkeley, podríamos sospechar que
la señora de la limpieza del museo Ostwall que removió la mancha de cal de la
pieza de Martin Kippenberger era una humorista, una iconoclasta, una
desacralizadora. No es difícil imaginar que, mientras tallaba la palangana de
la obra, valuada en miles de dólares, canturreara jovialmente: “Una tina es una
tina es una tina.”
La pieza de Kippenberger, Cuando empieza a gotear el techo,
intervenida por el personal de limpieza para literalmente fregarla, podría ser considerada una nueva obra en colaboración, en
cuya cédula se leería: El museo haciendo
agua.
Preveo un comando de artistas —digamos de pintores
recalcitrantes—, disfrazados de personal de limpieza. Su cometido: tirar a la
basura las latas de mierda de Piero Manzoni, limpiar las manchas de grasa que
dejó Joseph Beuys, tender la cama de Tracey
Emin. Su nombre: Comando de Limpieza Brillo.
La iconoclasia también puede practicarse en sentido
contrario: en lugar de destruir, agregar. Artistas que añaden una pieza que no
estaba en el catálogo, una obra intrusa que nadie aprobó que se coleccionara y
que, sin embargo, con el descaro de lo repentino, figura al lado de las obras
maestras, quién sabe si peleando su lugar entre ellas o más bien contaminando
el recinto con su halo profano y corrosivo.
Banksy desliza subrepticiamente un cuadro —un viejo y
consabido emblema del arte—, al recinto acotado y vigilado del museo. Con este
tipo de arte polizón, con estas Adquisiciones No Solicitadas, burla y se burla
de la aduana de comisarios, curadores y coleccionistas encargados de decidir,
promover y cotizar lo que considera digno de la permanencia del arte. El gesto,
como es obvio, termina por formar parte del acervo.
El museo también controla y
condiciona las reacciones del espectador. No abucheos ni aplausos ni danzas de
euforia; sí bostezos, fotos sin flash y desmayos. Desde luego “tocar” está
proscrito, no sólo porque amenace la integridad de la obra, sino
fundamentalmente porque se borra la distancia; tocar se parece demasiado a la
vida.
Rodchenko dio la voz de ataque: “El arte en la vida.”
Encontró un eco en la Internacional Situacionista, más tarde en el movimiento
Fluxus, reverberó como nunca en la Educación
del des-artista de Allan Kaprow. Para
Robert Smithson el museo no es más que una suerte de cárcel, el recinto que
hemos erigido para el confinamiento cultural.
Latas de sopa. Latas de mierda. Se diría que la vida diaria
no hace su aparición en el museo más que enlatada.
Piero Manzoni, Merda d'artista, 1961.
Si se alcanza algún día el viejo sueño nietzscheano de que
la vida diaria se estetice, de que todos entendamos la existencia como una obra
de arte, surgirían entonces santuarios de ordinariez, reductos profanos donde
impere la más descarada utilidad.
Dar la espalda al museo como un paso hacia la secularización
del arte ¿implica que no se incorporará más adelante al museo, ni siquiera como
“documentación”? En ese caso, como quería Allan Kaprow, sería un arte que no
puede ser identificado como tal.
Obras de arte que suceden antes
(o al margen) de que se descorra el telón.
También las obras de arte desaparecen. Se pudren o mueren o
simplemente se extravían. La pregunta sería si pueden vivir solamente como
leyenda. ¿Es el rumor un “soporte” adecuado para el arte?
El último toque a una obra es la admiración que le otorgamos
como espectadores. Tal vez la obra de arte no está completamente terminada sino
hasta que cae en el olvido.
Los performances y happenings que suceden al interior de un
museo, por más desorbitados y radicales que sean, se contagian inevitablemente
de cierta tiesura y gravedad. Pero Von Hagens y Madame Tussauds son sólo
comparsas en este efecto de cera y plastinación.
El llamado a la destrucción de los museos que, entre otros,
lanzaron Bakunin y los dadaístas, tiene el inconveniente de que arrasa también
con Mnemósine, la madre de las musas. Sin memoria, no tardarían en parecernos
audaces los bodegones.
La vanguardia, esa cruzada siempre bélica a favor de lo
nuevo, atenta una y otra vez contra la institución del museo precisamente
porque reduce el espacio de posibilidad de lo nuevo. Sin museos ya no sería
imposible, como decía Malevich, pintar el culo gordo de Venus como si fuera la
primera vez.
Las ruinas del museo —si es que ya están aquí— son
doblemente sacras, pues participan del prestigio de lo que se vino abajo.
Dinamitar el museo, como incendiar la biblioteca, son actos
simbólicos que cada artista realiza en su cabeza para aspirar a ser incluido un
día en el museo o la biblioteca.
Un museo cuyos límites sean difusos y movedizos como los de
la jungla sería provocador y desconcertante: nos haría dudar todo el tiempo,
detenernos con ojo inquisitivo ante cada cosa que encontráramos en el camino.
En el Bosque de Chapultepec (o en las inmediaciones del
Paseo del Prado), hay algo a todas luces desfasado: digamos un refrigerador. Alguien
entonces pregunta: —¿Ya estamos en el museo?
Quizá la aspiración de que la vida cotidiana sea vivida como
obra de arte necesita de que entremos a un museo cuyas puertas conduzcan a la
vida cotidiana.
A la salida del museo las cosas ya no son lo que eran. Con
la percepción alerta, al mismo tiempo inclinados a la reflexión y a la
receptividad, nos topamos inmediatamente con la tienda. La tienda del museo es
la promesa de alargar esa estela, de llevar a nuestra vida un poco de esa atención
extática, de esa diferencia.
Mientras el museo sea esa gran institución que se escribe
con mayúsculas, que ostenta el poderío de una nación, la experiencia estética
seguirá imantada fundamentalmente a lo que pasa en su interior.
“Los museos son el invento de una humanidad que no tiene
puesto para las obras de arte, ni en su casa, ni en su vida.” Nicolás Gómez
Dávila
Si el contexto es el propiciador de sentido —el equivalente
a la forma en el arte de la
antigüedad— el museo es el más universal y estable de todos los contextos —el
contexto artístico por excelencia—, pero no el único.
Las bodas de lo sublime y lo banal. Si en el museo cabe lo
que es tachado de basura, no es inconcebible un vertedero de basura como museo.
Cuado las colecciones de la realeza abrieron sus puertas a
todos los estratos sociales, comenzó la era del museo. Pero el carácter
extraordinario, en última instancia aristocrático de la experiencia que deparan,
no se diluirá del todo sino hasta que acudir a un museo sea tan cotidiano como
acudir a una tienda de abarrotes.
En el arte el contexto es tan crucial
como en un chiste.
La era de los museos portátiles: zonas cambiantes, por
definición efímeras, a medio camino entre el museo convencional y los parajes
remotos del land art, donde el arte
sucede como en un picnic.
El museo instantáneo, que cabe ya no digamos en una maleta,
sino en el bolsillo, podría crearse con una cinta amarilla parecida a la que
usa la policía para delimitar el lugar del crimen.
Tracey Emin, My Bed, 1998.
* Este texto forma parte del catálogo de la exposición
Primer acto (curaduría de Andrea Torreblanca) del Museo Tamayo.