Después de haber sido una “joven promesa de la literatura”, esa condición de doble filo de la que muy pocos consiguen salir bien parados, y tras haber publicado libros convencionales o más bien ortodoxos en su formato y medios de distribución (como La muerte de Miss O y De Alemania), Ulises Carrión se desmarca olímpicamente de la escritura. No sólo lo desaniman las prácticas y vicios del mundillo, indigestas como suelen; no sólo descree de las tendencias y búsquedas estéticas en boga, ni del circuito de publicación y formas institucionalizadas de acercamiento al lector; desconfía de la literatura misma. Ese viraje contundente sucede a principios de los años setenta, aunque quizá ya se estaba gestando un poco antes, cuando en 1964 renuncia a su beca en el Centro Mexicano de Escritores. Más o menos hacia 1971, entusiasmado por la estela de movimientos como la Internacional Letrista y Fluxus, e intoxicado por los aires vivificantes que soplaban desde Brasil y su poesía concreta, Carrión comienza a crear sus propios libros, a mano o en mimeógrafo, de distribución personal o por correo, que por su factura e intención, por su excentricidad y espíritu de riesgo, constituyen una obra de arte por sí misma.
Aunque siempre prefirió la designación de “obras-libro” o “bookworks” a la de “libros de artista”, lo importante es el gesto que comportan: hacer las cosas uno mismo (como querían los punks); llevar el libro hacia lo autogestivo, hacia las lindes del mercado, hacia esa intemperie de la vida cotidiana en la que fallan los sobreentendidos (como querían los situacionistas); la clave de hacer libros de este modo no estaba en su marginalidad, ni en el fetichismo de la pieza única, sino en lo que negaban, en el desengaño del que eran fruto, en su potencial de amenaza.
para la inauguración de Other Books and So
Más tarde, ya en Ámsterdam, Ulises Carrión fundaría la mítica galería Other Books and So, dedicada a los libros de artista, que funcionaría a su vez como un auténtico centro de operaciones para las artes emergentes de entonces —el video, el performance, el arte-postal, el arte sonoro— y como un valioso archivo de lo que empezaba a transitar a contracorriente en todo el mundo. Para Carrión, como ha escrito Jaime Moreno Villarreal, el libro de artista constituía “el expediente del fin de la literatura”, el medio por el cual el libro finalmente se des-literaturaliza, se vacía de palabras. En sus manos, el libro de artista se presentaba como una suerte de pasadizo hacia horizontes artísticos menos estrechos, menos consabidos y delimitados; una forma de darle vuelta al libro —sin desnaturalizarlo—, para dotarlo de una nueva vida, ya no escrita, sino eminentemente visual. Carrión (1941-1989) consideraba que, ante la posibilidad de decir algo, la literatura es sólo una forma más, no necesariamente la mejor; que incluso un chiste, un movimiento del cuerpo o un bufido podían superarla con creces. El aura de respetabilidad que rodea a la literatura, y un cierto acartonamiento en su actitud y tono, serían indicios de su institucionalización como posibilidad, es decir, de su relativo fracaso como vía artística. ¡Al diablo con la respetabilidad! La poesía, por ejemplo, desde el momento en que se hizo consciente de la distancia que separa al lenguaje de la realidad, no podía seguir tan campante, tan enceguecida, como si esa fisura no tuviera las proporciones de un abismo. Carrión comenzó a ver con suspicacia a aquellos escritores que, aun conscientes de esa distancia, se contentaban con señalarla con las mismas palabras que no alcanzan, que saben que no pueden alcanzar. La poesía —pensaba él—, si fuera consecuente consigo misma, debía agudizar esa brecha, escarbar más en ella, desconfiar del lenguaje hasta el punto de correr el peligro de quedarse sin palabras y convertirse en otra cosa.
Los poemas-estructurales que Carrión “escribió” por aquellas fechas (dibujando con una máquina de escribir los esquemas en que se basan las formas consagradas de la tradición para así despojarlas de todo lirismo —y quién sabe si de todo significado—, en un álgebra sólo de ritmos, de golpes sobre el papel), son una prueba elocuente, corrosiva, de lo que se traía entre manos. En un breve pero significativo intercambio epistolar con Octavio Paz, éste terminó por entender lo que Carrión se proponía: en libros a la vez hermosos y demoledores, que aúnan la elegancia y la dinamita, escribir nada menos que un texto que fuera la destrucción de todos los textos; ir más lejos que Mallarmé en el sueño del libro total para, ya sin palabras, hacer saltar por los aires la literatura.
Taller Ditoria puso en circulación la primera versión manufacturada del libro
de Ulises Carrión, Poesías, escrito en 1972
de Ulises Carrión, Poesías, escrito en 1972
Me pregunto qué sería de la poesía mexicana contemporánea si hubiera prestado suficiente atención a ese ejercicio de destrucción, a ese sutil atentado dinamitero. Por lo pronto, no se habría desenvuelto con esa autoconfianza más bien afásica y acrítica, con esa jactancia irreflexiva, tan propensa al manierismo, de quien no quiere ver que se encuentra avanzando sobre fallas tectónicas. El panorama sería también más diverso, menos predecible y unívoco, y ramificaciones como las del poema sonoro, el poema objeto o el poema visual tendrían en este país más vida, más brotes proliferantes. Queda el consuelo de que la desconfianza en los poderes de la palabra de Carrión—esa desconfianza que supo materializar en muchas de sus obras— despertó inquietudes artísticas más allá del texto, fuera de los márgenes del circuito literario del que ya en su momento se había bajado en pleno vuelo. Las esquirlas de esa explosión irreverente y visionaria pueden notarse no sólo en el desarrollo que seguiría el libro de artista (emancipado de las “palabras, palabras, palabras” hamletianas), sino en los esfuerzos actuales de hacer literatura por otros medios, y ya ni se diga en muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo que abarrotan galerías y museos. Hoy, a cuarenta años de distancia, apenas comenzamos a reconocer que Ulises Carrión fue un punto de quiebre, una fractura, la muesca para romper los moldes en busca de otra cosa.